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El principio del fin

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Santiago Orozco

Universidad de los Andes

Independientemente de quien gane las elecciones de noviembre, Estados Unidos ya perdió. No dejará de ser la potencia económica y militar que es, ni perderá su influencia en el escenario político internacional. Se trata de algo más profundo que afecta directamente la esencia del imperio americano: perdió la superioridad moral.

Más que su predominio absoluto en casi todos los terrenos -desde el armamentístico hasta el tecnológico, desde el cultural hasta el deportivo- lo que hacía verdaderamente grande a los Estados Unidos era el triunfo de su sistema de valores (a veces impuesto a cañonazos): democracia representativa, respeto a las libertades individuales, devoción por la legalidad, acatamiento de los más elevados preceptos éticos. Aquellas normas sociales constituyeron los valores del “mundo libre” y la consagración del país del norte como el faro moral de la humanidad.

Todo eso, en los últimos años, se fue a la basura. El ascenso de Donald Trump como líder indiscutible de la política nacional representa una decadencia moral nunca antes vista. Ni su bien conocido desprecio por las normas legales (que él se ufana de vender como “exceso de inteligencia”), ni su oposición a las libertades de mujeres y minorías, ni su irrespeto por los procedimientos democráticos, ni su guerra emprendida contra los medios de comunicación (a los cuales califica como “enemigos del pueblo”), ni siquiera su ignorancia de las buenas maneras en el actuar público, impidieron el apoyo irrestricto y grotescamente servil que ha recibido por parte del Partido Republicano y la mitad de la población del país.

Sus cuatro años en la Oficina Oval fueron una oda a la inmoralidad. De salida, y para culminar un mandato tramposo y criminal, decidió desconocer los resultados electorales que lo daban como perdedor contra Joe Biden. Estupefacto, el mundo entero vio a una horda de fanáticos enardecidos tomar a sangre y fuego el Congreso, respaldados por su irresponsable caudillo. Uno a uno, sus más fieles colaboradores, empezando por su vicepresidente Mike Pence, lo fueron abandonando en sus deseos dictatoriales. Se creía que aquella última jugarreta significaba la perdición de Donald Trump.

Pero no. Cuatro años después, y cargando a sus espaldas numerosas investigaciones penales, fue proclamado por los republicanos como candidato presidencial. Ya nada escandaliza a nadie: con tal de ganar todo se acepta. Para colmo de males, la Corte Suprema le concedió inmunidad total sobre los actos indelicados que cometió durante su gobierno. Sucedió lo que nunca se creyó que pasaría en el país de los superhéroes, de las fábulas infantiles, del mundo mágico de Disney: los malos le ganaron a los buenos.

Aun cuando Kamala Harris sea electa presidenta, que para el bien de la humanidad espero que así sea, el legado indeleble de Trump seguirá sacudiendo las instituciones y corazones del país norteamericano. Decía Immanuel Kant que “la política debe inclinar su rodilla ante la moral”. Desde hace mucho en Estados Unidos se practica todo lo contrario: la moral se inclina de rodillas ante la política. Continuará siendo la potencia planetaria hegemónica que es, de eso no cabe duda. Pero perderá su luz. Y cuando una estrella deja de brillar, deja de ser estrella.

Este es el principio del fin del imperio americano.

 

ISSN: 3028-385X

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