El susurro de Milagros

Foto: IA

Valeria Sierra Cardona
Universidad Javeriana de Cali
Escucho el susurro de Milagros en mi mente mientras mis dedos temblorosos tocan el cierre que rodea el borde de la maleta. “Ábrela, Simona”, me dice con dulzura. Asiento con la cabeza, mientras concibo el vacío en mi estómago como si quisiera devorarme por completo. El vestido holgado, ese de las flores amarillas que llevo puesto, se mueve con cada respiración, con cada mínimo movimiento, pero aun así se ondee, cumple la función de cubrir la deformidad que me acompaña desde aquel día fatídico.
“Toma la piedra del río”, murmura Milagros. Mis manos sienten una superficie lisa, fría, y cuando toco, un olor a tierra húmeda y hierba fresca se levanta e inunda mis sentidos. De repente estoy de vuelta en mi hogar, con un sol picante y mis pies descalzos en el agua. Estoy en la orilla riendo con mis hermanos, el agua fresca acaricia mis tobillos y los pájaros trinan mientras se asientan en las copas de los árboles. Olvido cómo se ve la oscuridad; solo por unos segundos me siento viva otra vez.
El recuerdo se desvanece, me desconcentra y se va. Tan rápido como regreso a la realidad, cojo la esquina de mi vestido, lo agito, me aseguro de que no se me pegue a la piel. No aguantaría ni una sola gota más de desprecio y estoy segura… que la gente no me miraría con los mismos ojos si se dieran cuenta de lo que llevo en mi vientre. “¡Ya deja de pensar en eso! Es momento de que tomes el pañuelo de la Chacha”, dice Milagros. “Solo mueve la mano un poco a la izquierda, está encima, busca las rosas tejidas”. Mis manos buscan en la maleta, hasta que se deslizan por la tela gastada y húmeda, transportándome al aroma del pan y café recién molido que llenan el ambiente, creyendo que estoy en la cocina de la abuela, escuchando sus historias mientras amasa. Su voz ronca, pero cariñosa, resuena con tanta fuerza en mis oídos que me desconecta de la realidad.
Una lágrima indecisa tambalea antes de precipitarse al vacío. ¿Por qué a mí? ¿Por qué así de injusta es la vida, ciega, golpeada y guiada solo por la voz de una hija que nunca llegué a conocer? Una niña que justo ahora, sin estar a mi lado, es la luz de mi vida. ¿Ganas de vivir? Esas van y vienen, a veces solo quiero dejar que me coman los gusanos.
“¡Eso no!”, insiste Milagros. “Para de buscar hacerte más daño, deja que ese sentimiento se hunda en lo profundo de la maleta”. No me resisto, lo tomo y de inmediato siento un calor intenso. Veo, a pesar de mi ceguera, el rostro del comandante, su sonrisa cruel, sus ojos llenos de avaricia, su frente tiesa por la arrogancia y sus labios ampollados. El miedo me ancla al suelo, me encadena, revivo aquellos momentos de pánico y desesperación. Siento de nuevo sus manos ásperas sobre mi piel, escucho sus órdenes, huelo el aroma a pólvora y sangre que lo acompañaba como una sombra. “No temas, mamá. Él ya no puede hacerte daño”.
Respiro, trato de calmarme, cuento hasta que quito mi mano de donde la tenía, toco una semilla de aguacate que ya está seca y casi tostada. Siento la tierra fértil bajo mis pies, la paja del sombrero rozar mi pelo y mi otra mano apenas reposando en el palo de un rastrillo. Estoy plantando un árbol en el patio de la casa. “Mona, eso algún día dará frutos”, me decía mi papá. Esas eran promesas del futuro, nunca lo vi crecer, lo único que vi fue cómo la violencia llegó a arrasar con todo; llegó como mar enfurecido que engulle una isla que por generaciones habían llamado hogar.
El vacío en mi estómago se contrae, me arde, me quema, saco la mano de la maleta y la pongo sobre mi llaga que cada día aumenta en diámetro. Me doblo sobre mí misma, jadeo como si todo el dolor de mi pasado se concentrara en ese hueco.
“Tranquila”, susurra Milagros, “respira conmigo”.
Sigo su voz hasta que el dolor se va apaciguando. Me siento drenada. Intento ponerme de pie, pero no puedo. “Se te olvida una cosa, mamá: mi primer vestido”. Solo toco el borde y estoy de vuelta en aquella noche. Gritos, disparos, el olor a humo, sangre por todas partes, en mis manos, en mi cuerpo, saliendo de mí. Corro como un caballo desbocado, tropezando en la oscuridad. Siento los golpes uno tras otro, el dolor desgarrador en mi vientre y luego estoy yo, postrada en una cama. Intento tocarme con ambas manos y ya no está la hinchazón, mis manos se hunden y tocan la superficie sobre la que reposo. “No, mamá, no te quedes ahí, tienes que seguir, hazlo por mí”.
Hay más oscuridad que siempre. No es solo la tenue noche ni mi memoria atormentada por fragmentos invasivos. Me siento más ciega, derrumbada. Acomodo mi vestido y, cuando vuelvo a tocar la tela, un calor sube por mi dedo índice y se extiende por mis brazos. Empiezo a escuchar abejas, le dan vueltas a mi cabeza, me ensordecen. Siento miel derramarse por mi nariz, toca mis labios y baja por el medio de mis senos. Empieza a llenar mi llaga. Corro mi mano y siento mi ombligo, después un mutismo total. Suena una flauta en el fondo y percibo que me acarician el pelo. “Muñeca, es hora de que empieces desde cero, tú puedes, lo veo desde el cielo, confía en lo que te dice tu mamá”.
Me pongo de pie sosteniendo el vestido de Milagros contra mi vientre, que ya no es hueco. Ya no hay un vacío en mi útero, ya no se siente grande, ni mucho menos amenazante.
“¿A dónde vamos ahora?”
“A donde sea”, responde Milagros.
“Pero esta vez, vamos juntas”.
Cierro la maleta y lo hago pensando en cerrar el ciclo; pensando en que los recuerdos viven en mí, pero haciéndome consciente de que no pueden seguir permeando mi realidad. Que el pasado ya no está y que esos pedazos de mí, que creí perdidos para siempre, seguirán en mi corazón.
Paso una noche en mi habitación, esa que ha sido mi refugio y mi cautiverio durante tanto tiempo. El aire fresco impacta mi cara y, a pesar de que no puedo percibirlo con mis ojos, siento que la luz del sol calienta mi piel. Ya no puedo seguir aquí, contemplando mis opciones, conformándome con habitar donde mi alma no encuentra paz, donde no hay garantías y donde la violencia con los migrantes se exacerba con el pasar de los días.
A medida que camino me doy cuenta que seguir con la vida no es solo una forma de demostrarme que puedo con todo lo que me proponga, sino una manera de quitarle todo el valor a esas personas que acabaron con mi respiración, con mis sueños, con mi alegría; a esos que se aprovecharon de mi inocencia. Es una batalla ganada contra los que han intentado silenciarme.
Tengo un rumbo indefinido, pero sigo el camino que han trazado los que van delante de mí. Vamos todos en búsqueda de tranquilidad y estabilidad, un lugar donde el sonido no sean disparos en medio de la plaza, sino loros atravesando el atardecer. De un momento a otro me tengo que detener, me siento incómoda, mis pies se percatan de una sensación nunca antes experimentada, es extraño. Siento mariposas revoloteando en mis oídos y la tierra húmeda, como si acabara de llover, pero no es un día frío, ni bochornoso, el sol sigue ahí, calentando mi piel.
“Es aquí, mamá”, susurra Milagros, y por primera vez su voz no viene de mi cabeza, sino que parece flotar al ritmo del viento, como polen. Me agacho, meto mis dedos en la tierra mojada y empieza a brotar agua entre ellos. Sube hasta mis codos y luego viene una pausa, se introduce el sonido familiar del río de mi infancia. Puedo sentir pequeñas vibraciones, la tierra zigzaguea un poco, creo que miles de semillas están germinando bajo mis pies.
“Planta el vestido”, dice Milagros y yo respondo con tinte de confusión “¿segura?”, pero no hay respuesta, solo un pequeño impulso se encaja en mis costillas y saco el pequeño vestido de la maleta. Lo entierro en ese suelo fértil y decido parar, sentarme a disfrutar de las pequeñas cosas. Cruzada de piernas, siento esta vez una vibración más fuerte, no de muchas semillas, sino de una sola muy potente. La raíz emerge de la tela, entrecruzándose con la tierra y el aroma a miel que inunda el aire por segunda vez.
Escucho el crujido de algo que crece, me tumba el movimiento pero recobro mi posición y extiendo mi mano, no siento nada, quizás lo estaba imaginando. “No es tu mente, muévete un poco más a la derecha”, me repite con ansias la vocecita de siempre. Hago caso y toco lo que parece ser el tronco de un árbol, su corteza es suave como la piel de un bebé, como la piel de Milagros que nunca pude acariciar. A medida que el árbol crece puedo sentir cómo sus ramas se extienden hacia el cielo y, en lugar de hojas, brotan de la punta de las ramas pequeños vestidos de todos los colores. Aunque no puedo verlos, sé que están ahí porque escucho las telas rozarse entre sí.
“Es nuestro árbol de los deseos”, dice la voz melodiosa de Milagros y, por primera vez, siento sus dedos gorditos, pequeños y delicados entre los míos. No necesito mis ojos para saber que está sonriendo, sé que me ama tanto como yo la amo a ella. “Cada vestido es un sueño que cumpliremos juntas, mamá; los que vienen buscando esperanza podrán tomar uno, y sus heridas sanarán como sanaron las tuyas”.
“¿Escuchas eso?”, me pregunta Milagros.
Sentada cerca, recostada en el tronco del árbol, escucho que, a lo lejos, vienen personas, algunos pasos suaves y otros más potentes. No es una estampida, ni tampoco una carrera. Es un que casi hace una melodía. Son pasos en calma que buscan algo, escucho voces, escucho risas. “Milagros, creo que son personas como yo, personas que están cargando maletas incluso más pesadas que la mía, maletas llenas de dolor, con desgracias, cargadas de injusticia, tragedia, miseria y cosas que no puedo imaginar”. Emerge una sonrisa, porque sé que han encontrado el camino hacia nuestro árbol de los deseos, donde las heridas se transforman en flores y los recuerdos dolorosos en semillas de esperanza. Quiero que ellos puedan encontrar paz, así como yo la estoy encontrando.
“Bienvenidos”, decimos al tiempo Milagros y yo, mientras la brisa hace mover los vestidos. El sol se refleja en la cara de cada persona que se acerca y percibo en cada ser una pequeña ilusión de encontrar sanación y un nuevo comienzo para sus vidas.



