Elogio de la polarización
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Andrés Parra
Profesor de la Universidad de los Andes
Se suele pensar que la polarización y el conflicto destruyen la democracia. Se ha repetido tanto la idea ad nauseam que uno puede sospechar que su contenido no se piensa, sino que se exige: el uso negativo de la palabra «polarización» se ha vuelto un requisito para graduarse de las facultades de periodismo y para obtener un carné de ingreso al espectro radioeléctrico como una voz legítima. Pero no solo los grandes medios de comunicación le hacen eco al coco de la polarización. El diagnóstico tiene, de hecho, su origen en el campo de la teoría y la filosofía política, especialmente en la tradición del pensamiento liberal y su equiparación o la igualación de la democracia con el consenso.
Durante buena parte del siglo XX, la democracia liberal estuvo en duda debido a la existencia del socialismo como un proyecto alternativo viable. Esto hasta el punto de que un sólido y acérrimo defensor del proyecto capitalista liberal como Schumpeter afirmaba que todo buen liberal estaba condenado a discutir con el socialismo y el marxismo. Cuando cayeron la Unión Soviética y el muro de Berlín la democracia liberal y sus defensores cantaron victoria. El tan anhelado consenso sobre los valores fundamentales de la democracia y la convivencia había al fin llegado. Pero el suspiro duró si acaso veinte años. El mundo apacible del consenso quedó arruinado de nuevo por la maldita polarización y el surgimiento de los «extremos».
Frente a tan trágico escenario, la tradición liberal ha reaccionado como el avestruz: escondiendo la cabeza en la arena. Representado en periodistas y reputados analistas de todas las disciplinas, el liberalismo atribuye la aparición de la polarización y los extremos siempre a factores externos. Que es culpa de las redes; que es que la gente es manipulable y tiene «emociones tristes» y los líderes populistas irresponsables se aprovechan de esos pobres borregos para darse baños de narcisismo. Todos ensayan mil hipótesis y explicaciones sin preguntarse cómo fue posible que, después del triunfo de la democracia liberal y de la salida de su enemigo, el socialismo, del reino de la opinión pública y de las mentes y corazones de las personas, volviéramos al conflicto y a la polarización como en el «viejo» y «corto» siglo XX. ¿No será, más bien, que la polarización surge por problemas internos y estructurales del proyecto democrático-liberal?
Esta posibilidad no se ensaya porque es duro mirarse al espejo, incluso para los liberales. También porque reconocer los límites y las contradicciones del proyecto democrático-liberal puede abrir la caja de pandora, de la que puede salir lo que sea, incluso ideas políticas que pueden acabar con algunas de las instituciones de la democracia liberal y del Estado de derecho, cuyo valor, a pesar de sus problemas, no es absolutamente despreciable. Pero tampoco hacerse el loco es una estrategia que evite el surgimiento de los monstruos. A pesar de que los liberales han mirado para otro lado, los monstruos ya están ahí: el ascenso paulatino de la extrema derecha en Europa, el «régimen de excepción» de Bukele en el Salvador y el fantasma de Trump y el fanatismo del supremacismo blanco en la democracia «más sólida» del universo.
¿Cuáles son esos problemas internos y estructurales del proyecto democrático-liberal? De nuevo, la teoría y la filosofía política de los siglos XIX y XX puede ayudarnos a identificarlos. En este caso, las críticas del liberalismo y de la democracia liberal por la izquierda y por la derecha tienen bastantes coincidencias (non) gratas. Aquí los «extremos se unen», es cierto, pero en un despliegue exquisito de lucidez e inteligencia cuando se trata de criticar el liberalismo. Estoy hablando de las críticas de Karl Marx y de Carl Schmitt al proyecto democrático liberal.
La crítica de Marx es que el liberalismo diseña un régimen político para limitar el poder, pero tiene una concepción reducida de este: centrándose en limitar el poder político del ejecutivo ignora el poder y la violencia del capital, los cuales tienen todavía más influencia e incidencia en el destino de millones de personas. Sin embargo, el liberalismo no solo ignora la violencia, sino que es su cómplice intelectual. Con su distinción inamovible entre lo público y lo privado basada en supuestos derechos naturales originarios, la tradición liberal impide la tematización y discusión democrática de esa violencia del capital que se cocina en el sistema económico al declararlo como perteneciente al ámbito privado donde nada se discute ni puede ser discutido.
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Schmitt, por su parte, nos muestra que la democracia liberal es el intento de unir el agua con el aceite. El ideal democrático es el de la soberanía popular y el liberal es el de la libertad y los derechos individuales. Ambos son incompatibles. La soberanía popular implica que los derechos del individuo deben ser resultado únicamente de decisiones respaldadas por la mayoría, pero en la democracia liberal se usan los derechos individuales en un sentido «contra mayoritario»: para impedir que las mayorías tomen decisiones que vulneren a las «minorías». Esta contradicción se expresa para Schmitt en la crisis eterna del parlamento como espacio decisorio y de discusión en las democracias liberales. Schmitt explica con precisión conceptual lo que cualquier persona piensa y percibe al escuchar la palabra «congreso»: que es un espacio de payasos, con el perdón de los payasos.
Desde el punto de vista democrático y de la soberanía popular, los congresistas están para representar a sus votantes. Desde el punto de vista liberal, los congresistas están para deliberar, discutir e intercambiar argumentos. Schmitt se da cuenta de que ambas cosas no se pueden hacer al mismo tiempo porque una niega a la otra. Si un congresista representa las ideas de sus votantes, no le está permitido someterlas a debate y estar dispuesto a cambiar de opinión en una actitud deliberativa; si lo hace es un traidor. Y si el congresista delibera, entonces no representa las creencias de ninguno de sus votantes porque la actitud deliberativa exige un desprendimiento y un escepticismo saludable frente a sus propias creencias.
Estas dos críticas expresan una misma idea con palabras distintas: que la democracia moderna es la promesa de que el pueblo puede tomar el destino de su vida en sus propias manos, pero que esta promesa es permanentemente defraudada en la democracia liberal porque hay temas que están excluidos del debate y de lo que puede ser decidido democráticamente por el pueblo. Es por eso por lo que los pueblos en todas las latitudes ceden a las tentaciones autoritarias: ven en ellas el derrumbe de las barreras que no les permiten tomar en sus manos su propio destino.
Ya sabemos que esas tentaciones autoritarias salen mal, también para el pueblo. Porque su destino queda en manos de la camarilla que está en el poder. Es entonces un imperativo evitar las tentaciones autoritarias. Pero no lo vamos a lograr apelando al consenso, proscribiendo la polarización y defendiendo la democracia liberal ignorando sus contradicciones. Las tentaciones autoritarias solo pueden evitarse si asumimos que los límites de la democracia liberal van a producir conflictos polarizadores en nuestras sociedades y si aprendemos a vivir con ellos. De hecho, el surgimiento de esos conflictos presenta una oportunidad para fortalecer la democracia y abordar de un mejor modo los efectos perniciosos que los límites del proyecto democrático-liberal producen en la vida cotidiana de millones de personas: la violenta desigualdad socioeconómica, la burocratización de la vida pública y la sensación de insignificancia e indiferencia de los individuos frente a la esfera política.
Todo esto puede ser posible si fomentamos y fortalecemos una cultura política del conflicto; si pensamos que el conflicto no nos destruye, sino que nos hace libres porque de él surge la discusión y el cambio en las sociedades. Porque, en realidad, la democracia moderna es también la promesa de que se puede cambiar la sociedad sin tener que matar un montón de gente. Pero si proscribimos el disenso y la polarización, esta idea no es sino papel mojado.
El culmen del desarrollo de una cultura política del conflicto está en la idea de que necesito del otro, de su disenso y desacuerdo con mis ideas, para poder tener las mías propias. Al final del día, el autoritarismo y el deseo de encontrar un consenso tienen un punto ciego en común: la creencia de que la vida política no es posible si no estamos de acuerdo y jalamos para el mismo lado. Pero quizá la política no se trata de jalar para el mismo lado. Que el mundo de la unanimidad quede para las empresas donde todo el mundo tiene que ponerse la misma camiseta. Quizá la política se trata de entender que jalamos todos para lados diferentes, pero que, si destruimos la cuerda que nos une, o si los que jalan para el otro lado desaparecen, no podremos seguir jalando la cuerda para nuestro lado. Y qué aburrida sería la vida sin jalar una cuerda.



