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En la mente de quien escribe

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Isabella Arrubla Reyes

Universidad de los Andes

Escribir es flotar en el vacío. Escribir ahoga y libera, tortura y recupera. Escribir me aterra, me condena a mí y a todas las palabras, mundos, frases y personajes que se cruzan por mi mente, a salir de la nebulosa de manera irreversible. Escribir es poner en tinta lo que no se dice, pero lo que siempre se piensa, y, sobre todo, lo que nunca deja de sentirse. Escribir es el arte de saber que las palabras siempre dicen más de lo que dicen y, aun así, tener presente que no siempre sabemos ni decirlas, ni leerlas. 

Justo antes de empezar a teclear estas letras, tardé aproximadamente dos horas en convencerme de que no era el momento, que la inspiración no saldría, que era mejor escribirle a personas del pasado fingiendo interesarme por su presente, repasar los pellejos de mis poco vanidosas uñas y hojear unas cuantas páginas de un libro con el que no he logrado conectarme. Todo con el fin de engañar sutilmente a esa pasión enfrascada en el tarro del miedo. Todo para ver si se me quitaba la incesante idea de tener que escribir. No había vuelta atrás. Cuando cuerpo y mente lo saben, no queda más opción que darle la orden fuerte y clara a las manos de que obedezcan. Así tiemblen y suden y tachen y lloren. 

Escribir debe estar catalogado ya, en algún lugar del mundo, como un verdadero miedo. Pero no es un miedo cualquiera. Es un miedo que persigue a unos pocos y se invisibiliza frente a los otros tantos. Darle vida a la palabra, al relato, a las miles de narraciones que rondan la cabeza de quienes escribimos, es soltar lo que, en realidad, nunca fue tuyo. Como soltar el aire de tus pulmones, sabiendo que, sin pertenecerte, permitió por un momento la expansión de tus órganos, la fluctuación del oxígeno, la sensación de estar vivo. Escribir es perder el control absoluto sobre tu ser, es darle vida a mundos que estaban condenados a permanecer eternamente en el imaginario, y entregarle a una pequeña porción de los humanos que comparten este planeta contigo la posibilidad de conocer un fragmento de lo que pasa dentro de tu cabeza. ¿Hay algo más aterrador que eso? 

Escribir es también paradójico, pues se escribe para dejar rastro sabiendo que, probablemente, el intento de huella se esfumará como la nieve de los árboles impulsada por un soplo de viento gélido, seco y certero. Es sentir que tienes dentro de ti la respuesta misma al cosmos, al concepto de infinito y al por qué respiramos, pero una vez escrito, ese conglomerado de palabras puede más bien estarse asemejando a una pelusa de polvo en lo más profundo de un cajón. En otras palabras, nunca se sabe si el resultado de ese arranque que aprieta el pecho y acelera el corazón terminará galardonado o escondido en el baúl del más triste de los baúles: el de los recuerdos que se convirtieron en olvido incluso antes de nacer. 

Lo curioso es que el miedo nace con la pasión misma. Asienta sus raíces gruesas y carrasposas con la misma firmeza insaciable que las ganas desenfrenadas de escribir. Nacen juntos y habré de suponer (o por lo menos así lo pronostico en mi caso) que pasan a otra vida, aferrados, bien aferrados, a la mano del otro. Creo, en realidad, que quien no le teme a su propia creación literaria, o es de otro planeta, o no se le sembró la semilla de esa criatura silenciosa y peculiar llamada Escritura. Quizás fue otra. La del Desahogo, la Melancolía o el Desocupe. Pero no la de Escritura. Es que acaso… ¿cómo no temerle y a la vez enamorarse de las vidas recreadas de esos seres? ¿Cómo no sentir que cargo un costal de caracolas marinas sobre mi espalda después de haber visto a aquel señor que, rondando los setenta años y vistiendo su traje más elegante del armario, hablaba solo y enviciado frente a la máquina del casino en una tarde de domingo? ¿Cómo no contar la historia de esa niña panzona, panzonsísima, que, cargando un pollo vivo en su mano izquierda, esperaba, con la mirada deambulante, a que algo inesperado le ocurriese? ¿Cómo no preguntarse por la vida de aquella señora de piel marchita y pelo color perla que caminaba diez pasos en una postura tan encorvada que su ángulo se diferenciaba en nada con el de la letra L y otros diez perfectamente erguida? ¿Cómo no imaginarse la pieza en donde duerme el señor afro de unos dos metros de altura que, meneando sus largas rastas y vistiendo ropa de espantapájaros, caminaba de la mano de un enano en una fría noche bogotana? ¿Cómo no sentirse responsable por escribir la vida de quienes no dimensionan siquiera la exquisitez de su existencia en el mundo literario? 

Y así se vive y se come y se ríe; pero siempre con esa luz tintineante dentro que te obliga a cuestionarte si lo que estás pensando en ese preciso instante es digno de ser publicado o más bien se lo dejas al exclusivo deleite de tu estómago. En esta ocasión me ganó la pasión, pero el miedo, por supuesto, sigue ahí; escondido bajo el tapete de la puerta, sumergido en el frasquito de champú, camuflado entre la caja del cereal. 

Solo pido, en esta particular ocasión, que lo mismo suceda con aquellos aspectos de la vida que me hacen mantener el pulso. Que el suspiro del ahora venza lo amargo de la incertidumbre del mañana, que la pasión desbocada venza el vaho que exhala el miedo y que la escritura deje de flotar en el vacío de mi mente para pertenecerle a este mundo que es tan de todos como de nadie.

ISSN: 3028-385X

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