Entre titulares y chequeras: el periodismo en Colombia

Foto: El Tiempo

Carlos Sánchez Paz
Universidad Javeriana de Cali
En Colombia nos enseñan desde pequeños una verdad universal: uno no patea la lonchera. Porque, claro, patear la lonchera es el equivalente a morder la mano que te da de comer… y aquí las manos son grandes, poderosas y se ufanan de ser muy “generosas”. Tanto, que no solo te dan la comida, también te dicen qué debes decir mientras masticas. ¿Independencia periodística? ¡Nunca! Aquí la libertad de prensa existe, pero en versión VIP: solo para los dueños de la prensa.
Tómese un momento, querido lector, para mirar el mapa mediático y encontrará que el periodismo en Colombia es un deporte de élite, patrocinado por magnates que aman la verdad… siempre y cuando no los salpique.
Vamos a repasarlo juntos de una forma muy breve para que podamos comprenderlo mejor.
Caracol pertenece a Valorem, es decir, a la familia Santo Domingo, que son expertos en dos cosas: vender cerveza y titular con elegancia cuando el negocio está en juego. ¿Escándalo financiero? Ellos prefieren darle espacio a la nueva temporada de Yo me llamo.
RCN, por su parte, es la joya de la Organización Ardila Lülle. Sí, la misma familia dueña de gaseosas, ingenios azucareros y, cómo no, de la línea editorial que jamás preguntará por qué la dieta informativa sabe tanto a azúcar refinada.
Sigamos.
El Tiempo, ese histórico baluarte de la información, hoy es propiedad de Luis Carlos Sarmiento Angulo, uno de los hombres más ricos del país y, casualmente, uno de los protagonistas del ya conocido caso Odebrecht. ¿Recuerda el cubrimiento del escándalo? Claro que sí: fue tan visible que fue necesario buscarlo con lupa entre los clasificados, más o menos allá en la página diez.
Otro gran ejemplo es Semana, esa revista que un día fue crítica y hoy es la mascota obediente del Grupo Gilinski. Un modelo vivo de que, con suficiente dinero, la línea editorial también se endereza.
¿Para qué se necesita censura estatal cuando la nómina hace todo el trabajo?
Aquí está el golpe bajo: el periodista no es el defensor intrépido de la verdad que nos vendieron en la universidad; es un empleado más, con jefe, horario y miedo al despido. Antes se eliminaba con balas, hoy con contratos no renovados y vetos profesionales. Y si se le ocurre morder la mano que le paga, no espere volver a ver una cámara… salvo en el celular que use para grabar TikToks explicando “por qué me fui de los medios”.
Pero cuidado, estimado lector: no le eche toda la culpa a los y las periodistas; si usted no tiene el valor de escupir abiertamente los hijueputazos que, muy seguramente, su jefe se merece, entonces no espere que ellos hagan lo mismo. Porque en Colombia, aunque usted no lo crea, la prensa es libre. Tan libre que se da el lujo de callar lo que le incomoda. Y mientras usted cree que escucha noticias, al mismo tiempo que posa de intelectual culto e informado, meramente por conocer el nombre de dos o tres presentadores de noticias; sepa que esos son los mismos que juegan a ser periodistas con sus libretos previamente entregados por el director de estudio, encargándose de ser nada más que la dulce voz del teleprompter, en compañía de las sonrisas que leen lo que alguien ya aprobó en una reunión donde el apellido importa más que la fuente. Con todo eso en cuenta, debe comprender que, en muchas ocasiones, lo que escucha es el sonido de la caja registradora del grupo económico detrás del micrófono.
Una vez haya digerido y comprendido, la próxima vez que vea un noticiero, pregúntese: ¿Quién le sirve la lonchera… y qué no quieren que usted mastique?