Entre vitrinas enmascaradas: cuando el glamour apesta a plástico

Foto: Javier Etxezarreta (EFE)

Mery Sofía Afanador
Universidad Pontificia Bolivariana
Nos vendieron la ilusión de que verse bien era sinónimo de empoderamiento, una especie de liberación con labial rojo y base mate. Nos enseñaron que estar presentables es una obligación, que los cuerpos sin brillo no tienen espacio en la pantalla, que el maquillaje no solo embellece, sino que enmascara lo que el sistema prefiere no ver: mujeres incómodas, rebeldes, conscientes. Pero hay algo que nunca dijeron: que mientras nos delineábamos los ojos, se nos escapaba el planeta entre los dedos, que detrás de cada brillo hay una sombra, y que, a veces, el glamour huele a petróleo reciclado y a océano envenenado.
A simple vista todo parece un juego inofensivo: envases color pastel, fórmulas mágicas, tutoriales de self-care y cajas de suscripción que nos prometen una versión mejorada de nosotras mismas. Sin embargo, tras el espejo hay cifras que desgastan cualquier intento de ingenuidad, pues más de 120 mil millones de unidades de envases cosméticos se producen cada año, gran parte de ellos de plástico no reciclable que terminan en vertederos o flotando entre tortugas y corales. En este sentido, también se estima que el Fast Fashion genera el 10% de carbono de las emisiones globales. Además, el 85% de los textiles terminan en vertederos todos los años. Por ende, nos damos cuenta de que las microperlas plásticas y partículas sintéticas de productos de belleza han invadido nuestros ríos y mares, y lo que antes era glamour hoy es residuo que ni el tiempo puede borrar. Esta no es una “exageración ecológica”, es la consecuencia de mirar hacia otro lado mientras maquillamos la herida.
Y lo más alarmante no es solo la contaminación, sino la aceptación generalizada. Hemos normalizado un modelo de consumo que aplaude lo desechable, lo inmediato, lo “nuevo cada mes”. La regla implícita parece ser: “mientras se vea bien, no importa lo que cueste”. Pero esa lógica es perversa, porque el costo no se paga en el mostrador, sino en selvas arrasadas, en comunidades contaminadas, en especies extintas. Nos hemos acostumbrado a un modelo que convierte la estética en complicidad y lo triste es que lo hacemos con una sonrisa de labial carmesí. Por lo tanto, no se trata solo de una cuestión de conciencia sino de derechos. La protección medioambiental está respaldada por programas, plataformas y leyes que la cubren y garantizan su cumplimiento en múltiples ámbitos internacionales. La sostenibilidad y el consumismo responsable no son opciones, sino obligaciones que competen a toda la sociedad; en contraste, tenemos el dominio de esa belleza superficial que opaca a la magia y brillo único del ambiente ocultando la verdadera riqueza por medio de esquemas implantados por jefes de la mentira.
Aún así, muchas marcas intentan matizar la culpa con palabras bonitas —“sostenible”, “cruelty free”, “eco-friendly”— que simplemente son etiquetas que decoran empaques con hojas verdes dibujadas y promesas vagas, porque no todo lo que parece ecológico lo es. El llamado greenwashing ha convertido la conciencia ambiental en una estrategia de marketing. ¿Cuántas de esas marcas que proclaman amar la Tierra siguen fabricando toneladas de productos que terminan en la basura al cabo de un par de semanas? Según un informe de Zero Waste, menos del 14% del plástico utilizado en productos cosméticos se recicla efectivamente. NO BASTA con cambiar el color del frasco, hay que cambiar el sistema. Además, es fundamental destacar el acuerdo de París y los objetivos de Desarrollo sostenible de la ONU, que advierten sobre la necesidad urgente que tienen las empresas para adoptar en su producción materiales reciclables para mitigar la contaminación. Por otro lado, Greenpeace ha sacado a la luz estudios científicos sobre los químicos tóxicos que están presentes en los cosméticos y la ropa, quitando esa venda que nos vendía perfección y riqueza
Por supuesto, algunas iniciativas sí son auténticas. Existen marcas pequeñas lideradas por mujeres y comunidades que proponen una belleza circular, ética y regenerativa, las cuales merecen ser visibilizadas y apoyadas. Sin embargo, hay que reconocer que estas alternativas todavía representan una mínima porción del mercado y muchas veces son inaccesibles económicamente para la mayoría. Por eso, la responsabilidad no puede recaer solo en el consumidor: el cambio debe ser estructural. Es necesario exigir regulaciones, incentivar el rediseño industrial, prohibir ingredientes dañinos y replantear por completo cómo entendemos el concepto de “belleza”.
Ahora bien, esto no es una encrucijada en contra del maquillaje, no se trata de juzgar a quién disfruta de arreglarse o explorar su identidad a través de lo estético; la belleza también puede ser una forma de expresión, de placer y de resistencia, pero necesitamos transformar esa experiencia en algo que no nos cueste la vida —ni la nuestra ni la del planeta—. Debemos hacer de la belleza un acto consciente, no una repetición inconsciente de lo que nos imponen, porque sí, podemos seguir siendo bellas, pero no a cualquier precio.
Tal vez algunas personas argumenten que estos cambios son lentos, que el problema no es tan grave o que hay otras industrias más contaminantes. Es cierto, la moda rápida, el transporte y la minería también son responsables del colapso ambiental, pero el hecho de que existan otras crisis no minimiza esta. La belleza industrializada también tiene sangre y petróleo en las manos y negarlo es contribuir al silencio que perpetúa el daño. No podemos seguir usando el “hay problemas más importantes” como excusa para la inacción.
La industria de la belleza, en muchas ocasiones, genera un impacto ambiental negativo, por eso, hoy más que nunca, urge un cambio, UNO REAL. No solo de productos, sino de mentalidad; que la próxima vez que elijamos un labial pensemos también en el río que lo recibió; que cuando compremos una base preguntemos por sus ingredientes, su proceso y su residuo; que empecemos a celebrar una belleza más lenta, más auténtica y más viva. Porque al final, el verdadero empoderamiento no viene en un frasco, no se mide en “likes” ni se vende en descuento. El verdadero poder está en decidir qué tipo de mundo queremos habitar y en tener el coraje de defenderlo, porque sí, podemos brillar pero que nuestro brillo no opaque el futuro de la Tierra.