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Helena

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Isabela Ramírez Villanueva

Universidad Javeriana de Cali

En Federborg, una olvidada ciudad del siglo XVIII, el conde Rotwein, aparte de ser alguien poderoso, también era reconocido por la rareza de su única heredera, la afable pero melancólica Helena Rotwein. El tema preocupaba al conde, temiendo que las necedades de la gente mancharan la reputación del linaje Rotwein. Por lo tanto, la mansión de estos nobles se tornó azulada y lúgubre después de tomar la decisión de no seguir exhibiendo a la joven, por el bien de la familia y de sus asuntos. Los festines y reuniones sociales se prohibieron, pero al menos los rumores de la maldición de los Rotwein cesaron. El conde no llegó a considerar la pesadumbre descomunal que desataría en Helena, la cual empezaría a reprocharse a sí misma: ¿por qué debió nacer con esa cabellera roja?

Los rayos de sol atravesaron la ventana enmarcada en bisagras de metal mientras lagrimeaban las gotas de lluvia que había dejado la tormenta de la noche anterior. En la habitación triste pero opulenta, yacía en su lecho la joven de la larga cabellera borgoña, inundada de pesar en su desolación.

Su mirada se encontraba afligida, pues nada nunca acontecía desde que se vio obligada a estar aislada de todos, atrapada en esa mansión. Sus tardes se remontaban a suplicar una solución a su desconsuelo y comprender la impiedad que la privaba de ser normal. Helena solo deseaba que alguien renegara su realidad, la realidad en la que su existencia era vana y merecía ser abandonada.

Esa noche, en la mente de Helena se manifestaron sucesos inusuales, pues su abatimiento parecía estar tomando dominio en su somnolencia.

Un espasmo mortífero recorrió su columna apenas tuvo contacto con el piso helado. Se encontraba en un inmenso salón de espejos fragmentados, y sus pies deseaban guiarla a uno en específico.

Su propia anatomía la había traicionado una vez que en su reflejo se presentó ante ella la imagen de una joven abatida, con una herida descarnada y repugnante en su cuello, que se camuflaba con su propia cabellera. Aquella joven era ella misma, ahorcada en el patíbulo mientras la muchedumbre festejaba.

De Helena emergió tal grito impetuoso capaz de ocasionar que cualquiera se estremeciera, aterrada a causa de aquella imagen moribunda y torturada.

Una vez logró escaparse de su propio estado de reposo, respiró temblorosa mientras sudaba en ansiedad. Acongojada se sentó en la cama, y una vez más deseó que alguien la convoyara. Quien fuese.

De pronto, al tiempo en el que su agobio cedía, se percató de algo peculiar en el suelo: una hilera de plumas negras que guiaban hacía la única ventana de la habitación. Sus ojos recorrieron el camino formado por ellas, hasta que chocaron con una silueta. De inmediato se vio hechizada por una sofocante mirada.

Allí se encontraba él, estoico y esbelto, sin vergüenza alguna de exhibir su torso desnudo. De facciones tan ambiguas que hacían pensar que, a la hora de ser creado, se titubeó varias veces entre si hacerlo hombre o mujer. Era bello pero siniestro, pues las monumentales alas negras que adornaban su ancha espalda estaban conformadas por plumas afiladas.

Al mismo tiempo, el color de la melena de aquel hermoso ser conmocionó a Helena, pues sus rizos eran tan rubicundos como la luz del alba al amanecer, y tan pero tan semejantes a los de ella.

Helena tomó valor, e intrigada preguntó:

—¿Quién es usted?

El sujeto se acercó a la luminosidad que ofrecía la ventana, contempló los cansados ojos de la joven, y se encontró perdido en el gris apenumbrado de sus ojos.

—Podría decirle, pero solo si promete no gritar.

—¿Es su procedencia tan desastrosa como para sentirme consternada por ella? Porque créame, no estoy en posición de juzgarlo cuando yo misma soy una abominación.

Un destello de confabulación danzó en el semblante del intruso.

 

—Vaya, ¿y por qué una humana sería… una abominación? —dijo, examinándola sin descaro alguno, mientras merodeaba por la recámara.

—Porque el resto no me considera una de ellos. Creen que soy extraña, que probablemente esté maldita, y todo porque luzco…—esbozó una mueca acomplejada— pues porque luzco así.

—¿Así cómo? —En un instante el joven se inclinó cerca de ella y enredó sus dedos en uno de los largos rizos de la joven. Ella se quedó atónita—. ¿Pelirroja?

Helena se derritió ante el tacto, uno que anhelaba con pujanza desde siempre. Quiso contenerse, no ser tan evidente de lo hambrienta que estaba por sentir algo de afecto.

—Sí, solo por ello —dijo con dificultad mientras trataba de ocultar la excitación de su voz.

—Pues yo luzco igual —sonrío con picardía mientras estudiaba cada expresión de la joven—. También debo estar maldito, entonces—. A este punto, Helena podía sentir la respiración de él estremecerle la piel del rostro.

—¿Entonces verdaderamente lo entiendes? —los ojos de Helena destellaban en ilusión—. ¿Sabes lo que se siente ser rechazado por absolutamente todos? ¿Que te olviden? ¿Que no te encuentren digna de cariño? —se quedó algo abstraída antes de soltar lo último—. ¿Sabes… lo que se siente que te desprecien?

—Sí lo sé. Y mejor que nadie —dijo mientras luchaba por querer borrar toda melancolía del rostro de la también pelirroja, pues se sentía capaz de hacer cualquier cosa para acabar con su malestar—. De hecho, me atrevería a decir que nos entendemos mejor que nunca.

Darian no resistió más y se arrodilló ante ella mientras seguía embelesado por su mera presencia, y porque estaba seguro de que ella se sentía igual.

—Realmente me gustaría conocer su nombre, si está de acuerdo con ello —dijo con una voz trémula, casi suplicante.

Helena titubeó por unos segundos, pero finalmente deshiló su voz logrando responder.

 

—Soy Helena Rotwein —se esforzó por no vacilar mientras hablaba, pues la cercanía de este individuo la estaba dejando corta de aire, de la mejor manera posible.

—Yo soy Darian —sonrió, exhibiendo un par de dientes que sobresalían levemente del resto. Helena se detuvo en ellos, embobada. Eran preciosos. Pero aún más, el momento en sí. El hecho de que alguien le estuviera sonriendo.

Ambos permanecieron en silencio, envueltos en el semblante del otro. En cuestión de minutos, los dos pelirrojos sintieron haber afianzado una conexión casi instantánea, y para ambas partes, bastante necesaria.

Helena, por primera vez en su vida, no se sintió acomplejada o con la necesidad de esconderse, pues creía ser comprendida por él. Ella solo pensaba que, por fin, había encontrado la pieza faltante. Por fin, podía entablar una conversación sin que se espantaran de lo que tenía para decir. Por fin, si existía verdaderamente un Dios, este le había mandado un ángel guardián.

Darian, por su parte, aquel bello y cínico ser alado, había quedado absorto en Helena tan pronto como posó sus ojos sobre ella. Lo que más lo cautivó era que, por primera vez, alguien no sintiera aversión por sus alas oscuras, su pelo rojo o sus pecas. Le entusiasmaba que no lo viera como un monstruo. Pensaba haber descubierto que lo único que necesitaba era a alguien que se sintiera tan anormal como él. Aunque en el fondo sabía que esa joven no pertenecía a la oscuridad, como ella creía. Pero así fuera egoísta, la quería para él. Y si para tenerla debía seguirle la corriente, lo haría. Lo haría, y mucho más.

Darian empezó a visitar a Helena cada noche, ofreciéndole la compañía que a ella le urgía para oprimir la lobreguez que la perseguía. Irrumpía entre los malos sueños, protegiéndola de ellos. La mantenía despierta, para que ni su propia mente fuera capaz de herirla. Helena genuinamente se sentía afortunada, y Darian disfrutaba de poder ser importante para alguien.

Ante las continuas lluvias de temporada, los malsanos sueños de Helena se agravaban, pues últimamente estaba teniendo siempre el mismo: aquel donde se encontraba persiguiendo una hilera de humo, cuyo aroma putrefacto la acongojaba con intensidad. Era siempre en la cúspide del sueño, que la presencia de Darian se encargaba de ahuyentar los onirismos.

—Levántate —sacudió la figura de Helena, angustiado—. ¡Por favor despierta, no permitas que te lleven!

Los ojos de Helena, ahora ya adornados por unas espantosas ojeras, se dirigieron hacia la figura consternada de Darian.

—Me habías prometido que no te quedarías dormida —agarró la mano de Helena con gentileza. Sin embargo, su voz se encontraba intranquila—. Si duermes, la oscuridad te va a consumir. Solo si te quedas conmigo, estarás a salvo de ella.

Darian había desarrollado una especie de devoción (y ligera obsesión) hacia Helena en las últimas semanas. El vínculo entre ellos había evolucionado tan rápido y era tan intenso que Helena había dejado de salir de su habitación por completo. Ya no dirigía palabra ni a sus padres ni a los criados de la mansión. Solo existían Darian y ella en su pequeño mundo, porque él la comprendía, él no la juzgaba. Él, y solo él, había demostrado que la amaba.

Es así como, después de cada crepúsculo, Darian vigilaba a Helena bajo su somnolencia. Si se estremecía, la sostenía sin dudarlo en el amparo de sus brazos firmes. Si escuchaba un quejido escaparse de sus labios, los sellaba con suaves mordiscos no consentidos. La única razón de su existencia a este punto era la noble.

Por su parte, Helena se sentía venturosa de experimentar el ser querida a pesar de que las circunstancias fueran poco convencionales. Pues cada vez se sentía más atraída por aquel oscuro ángel.

Fue entonces cuando en la víspera de Nochebuena, Helena cerró los ojos derrotada mientras era cobijada por una de las alas de Darian. Ambos yacían atípicamente acalorados por un fervor recién compartido, contrastando con la fría nieve que caía en la ciudad.

El dulce olor de Darian se vio eclipsado de pronto por el inquietante aroma de azufre. Helena lo reconocía. Aquel tétrico salón se inundaba en humo nuevamente, no logrando inmutar a Helena que esperaba atenta ser despertada por Darian.

Sin embargo, sin anuncio previo, unas voces estremecedoras retumbaron en el sitio. Adoloridas, vociferaban en unísono la aflicción que las abatía. Helena  distinguió unas figuras conformadas por humo en los espejos. Las imágenes y voces se hacían más contundentes y claras.

Ante ella, se empezaron a reflejar distintos momentos con Darian. Aquellos en los que la protegió, la acogió, la mimó, le acarició los mechones de su cabellera pelirroja y… en los que no era ella con quién él se encontraba. Sus ojos se abrieron en sorpresa cuando cayó en cuenta que la joven pelirroja del reflejo no era ella. De hecho, ninguna era ella y ninguna era la misma chica.

Para su desconcierto, se encontró rodeada de recuerdos ajenos, donde Darian amaba a otras pelirrojas como ella. Recuerdos en los que, al final, todas esas jóvenes terminaban siendo absorbidas por la soledad una vez más, y en su mirada ya no quedaba indicio de júbilo alguno.

Fue cuando el espejo más grande de pronto se iluminó, revelándole la imagen de un nuevo ser: uno con el mismo rostro que Darian, pero mucho más radiante y puro, de alas blancas. Al tiempo, las voces de las jóvenes le susurraban un nombre repetidas veces.

En ese momento lo entendió: Darian era un ángel caído. Uno que la había usado a ella y, al parecer, a todas esas otras mujeres.

Entre tal consternación, logró abrir los ojos de golpe, encontrándose de vuelta en su recámara. Darian la observaba, ofreciéndole una sonrisa dulce. La tomó entre sus brazos, escondiendo su rostro pecoso en la cabellera de Helena. En un instante, ella lo apartó de un empujón y se apresuró torpemente hacia el otro extremo de la habitación. En aquel momento, sabía que no podía confiar en él, no iba a arriesgarse a permanecer a su alcance.

—¿Luzio? —Helena pronunció con firmeza aquel nombre y observó cómo la sonrisa de Darian se desmoronó por completo. Ella logró confirmar lo que había visto—. Ese era tu nombre ¿cierto? —Helena no pudo evitar clavar una mirada gélida en Darian, sintiéndose asfixiada por la desilusión que le causaba.

—¿Escuchaste a las voces? —Darian quería reprocharle no haberle obedecido, pero fue interrumpido. 

 

—¡Esas voces tienen nombre! Eran jóvenes como yo, ilusas y enamoradas de ti —Helena cada vez se encontraba más consternada—. ¡¿Por qué lo has hecho?!

La mirada de Darian se oscureció. Sabía que no podía seguir manipulándola, pues aquellos espíritus lograron encontrarla… y le habían revelado todo.

—Ellas fallaron... pero tú has sido diferente —Darian intentó acercarse a ella desesperado—. Tú puedes salvarme, me has cambiado, me siento redimido —Darian suspiró, ahora encontrándose a metros de Helena intentando acorralarla con sus alas—. Esta vez es real, te amo.

Helena fácilmente habría caído rendida ante él al escuchar esas dos palabras, pero su amor infantil se había hundido.

—Pues yo te odio —toda seguridad y picardía en el rostro de Darian se había borrado, ahora luciendo ansioso y confundido ante las palabras de Helena—. Eres un monstruo.

Helena se apartó de Darian hacía la puerta de su recámara, aprovechando que este había quedado anonadado debido a sus palabras tan desalentadoras.

—¡NO! —Darian ahora se encontraba desesperado y casi agonizando por el rechazo—. ¡No puedes dejarme! ¡Eres todo lo que tengo! ¡Mi redención!

En su arrebato, Darian extendió una de sus alas para detenerla, golpeando el espejo de su tocador y ocasionando que múltiples fragmentos de este volaran por toda la habitación. Helena cayó al suelo, cubriendo sus ojos con las manos mientras los cristales le desgarraban los ojos.

El ardor era insoportable, provocando que Helena gritara de manera desgarradora, lo suficientemente fuerte para que los criados de la mansión y sus padres la escucharan. La puerta se abrió de golpe y todos la encontraron tendida en el suelo, retorciéndose de dolor y lagrimeando sangre. Su visión se había desvanecido en un abismo rojo.

Por su parte, Darian se encontraba escondido en uno de los extremos de la habitación, observando horrorizado lo que había ocasionado. Ahora su única oportunidad de redención en serio lo despreciaba, lo había perdido todo.

Con el paso del tiempo y después de aquel accidente, Helena logró continuar su vida. Se le empezó a permitir salir de la mansión nuevamente sin ser juzgada, pues para las personas pasó de ser una joven extraña a simplemente una noble ciega y desafortunada.

Darian nunca abandonó la mansión, pues la pena y el arrepentimiento le pesaban en sus alas, impidiéndole alejarse de allí. Decidió castigarse a sí mismo, obligándose a observar en silencio el amor que él mismo había destruido.

Helena, a pesar de no ser capaz de verlo, podía sentir su presencia por las noches: el batir débil de sus alas y su voz susurrando su nombre. Ella nunca le respondió, y Darian, con el pasar de los años, fue cesando poco a poco sus intentos de ser escuchado, aceptando que ella ya lo había olvidado.

ISSN: 3028-385X

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