Ir al teatro

Foto: Teatro Libre

Gabriela Martínez Sanchez
Universidad Nacional de Colombia
Hace unas semanas fui a una de las proyecciones que se están realizando en cines de las obras del Royal National Theatre de Londres. La actuación de Cumberbatch es muy satisfactoria para las artes escénicas y su expresividad corporal es un aspecto inequívoco del entrenamiento actoral propio del teatro y quizá solo comparable con la danza. Ambas disciplinas comparten rasgos en su puesta en escena, o mejor dicho, en el hecho mismo de que son puestas en escena.
Sin embargo, mientras veía la obra no pude evitar cierta contrariedad frente a lo que estaba viendo, una leve sensación de desorientación frente a la representación artística que estaba presenciando. Es una experiencia extraña ver teatro a través de una cámara, especialmente para quien está acostumbrado a verlo en vivo. La transmisión de la obra y la interposición del lente entre los actores y el espectador me resultaron incluso intrusivas. El movimiento de la cámara parecía querer asimilar la experiencia a la de una película: una producción aislada del público, editada y manipulada en postproducción. La cámara dirigía el enfoque de la mirada como espectadores desde la sala de cine, rompiendo con el plano horizontal sobre el que normalmente se desenvuelve una puesta en escena teatral.
Cuando uno acude a una obra de teatro, se encuentra con un escenario en el que todo sucede dentro de un único marco visual. Algunas veces, los espectadores se ubican a un nivel levemente elevado o incluso rodean a los actores según la disposición del espacio. Al entrar a una sala de teatro, el espectador ingresa a un ámbito íntimo, construido por los actores, directores, escenógrafos y vestuaristas, un lugar que carga ya con las horas de calentamiento y ensayo de meses antes de enfrentarse al público. Y, sin embargo, esa intimidad teatral tiene como esencia la confrontación del público. A diferencia del cine o de una grabación musical —donde la ejecución se sustrae del espectador —, el teatro existe precisamente para que el público irrumpa en él. No solo de manera física, sino también con la plena libertad de observar y escucharlo todo.
Por ello, la interposición de la cámara resulta incómoda, limitante, restrictiva. En el teatro, la historia se desarrolla dentro de un solo plano. En el teatro no hay cortes, acercamientos ni ediciones que oculten la puesta en escena del observador. Es precisamente en ese formato donde radica su mayor potencial creativo: quien hace teatro debe disponer las imágenes y las acciones sobre el escenario de tal manera que el espectador, con su propia voluntad y sensibilidad, decida a qué prestar atención. ¿Mirará la acción que ocurre en la esquina derecha del escenario? ¿Escuchará los sonidos que resuenan detrás del telón? ¿Qué elementos se revelan primero y en qué orden se perciben?
El teatro exige del actor un ingenio particular para transmitir con claridad qué es lo importante en la historia que se está contando. Si un personaje debe hacer un gesto minúsculo, debe encontrar la forma de que ese gesto sea visible y comprensible sin la mediación de un primer plano o un zoom. En el teatro, no caben las mismas sutilezas que en el cine. No se puede alterar de manera pudorosa lo que está en escena. El espectador lo ve todo. Todo, hasta los cambios de escenografía. Lo que está en escena debe ser construido con la convicción de que cada espectador decidirá cómo experimentarlo.
El intento, cual película taquillera de acción, de destacar con mil reflectores y un acercamiento impactante a la acción parece casi una ofensa barata a quien hace teatro y quien ve teatro. Una ofensa en la que se anula el impulso volitivo del espectador y se matizan las debilidades con fórmulas de espectáculo. El intento, con toda seguridad, debió pensarse precisamente en hacer sentir a los asistentes que están viendo una película en la gran pantalla. Pero en lugar de confiar en la potencia de esa puesta en escena desnuda, la transmisión parece sentir la necesidad de enfatizar, de recalcar lo obvio, de imponer una sensación de grandeza visual.
El demérito no está en querer aproximarse al cine, que ocupa un lugar tan grande en mi vida como el teatro, sino en la incomprensión de las distancias entre ambas disciplinas artísticas. Da la impresión de que quienes imaginaron esta forma de transmisión no comprendieran o tal vez nunca hubiesen interactuado realmente con el teatro. Este escrito tiene tal vez como único propósito una reivindicación: lo que estaba viendo era una obra de teatro, no una película.
Una diferencia fundamental entre el teatro y el cine —especialmente ese cine épico y espectacular que parecía querer imitar el movimiento de la cámara— es que el espectador teatral tiene un rol mucho más activo en la construcción de la obra. Ver teatro implica un esfuerzo mayor para comprender y leer los elementos que se ponen en escena. Quien ve una película sabe que está frente a un resultado final, limpio, depurado, en el que las imágenes han sido cuidadosamente diseñadas para contar una historia de manera precisa. En el teatro, en cambio, todo ocurre ante los ojos del público: el telón se abre y el espectador no solo observa la obra, sino también los mecanismos que la sostienen. Ve la escenografía acomodándose en escena, ve a los actores saliendo y entrando, percibe la organicidad del momento. Si un actor olvida un diálogo, el olvido es parte de la representación, no algo que pueda editarse en postproducción.
Cuando digo que el espectador es activo en hacer que la obra funcione, no me refiero únicamente a su rol dentro de la dinámica teatral, sino a su capacidad creativa. El teatro exige del público una mayor disposición a imaginar. Un marco de balso o una tabla de madera pueden ser, en escena, cualquier cosa: una casa, una ventana, una silla, un edificio, un árbol, un carro, un cohete, una balsa deslizándose por un río. No hacen falta efectos especiales para convencer al espectador de que está viendo un bosque o el interior de una casa. El espectador de teatro se entrena para interpretar los códigos escénicos, y en respuesta a ello, quienes hacen teatro deben asumir el reto de contar historias con recursos limitados. Convertir lo mínimo en lo esencial.
El único refugio del actor en el teatro es su personaje. Pero incluso dentro de él sabe que no cuenta con el auxilio del encuadre o del montaje, que no tiene la posibilidad de esconderse tras un ángulo estratégico o una edición favorable. Lo que hay es lo que se ve, sin artificios que lo maquillen. Por eso me resultó casi irrespetuoso ver cómo la transmisión cinematográfica intentaba “perfeccionar” la imagen de una obra que, por naturaleza, no busca ser perfeccionada. Una obra de teatro no se puede arreglar, porque no hay nada que pulir: todo ocurre en vivo, en directo, y el espectador sale de la sala con la única certeza de que vio lo que vio. No existe la posibilidad de que el director intercepte al público en la salida y le diga: “lo que en realidad queríamos que se viera en esa escena era un cohete despegando hacia la luna”. Y ahí está el problema. Esa búsqueda de espectacularidad traiciona la esencia del teatro, como si lo considerara insuficiente o necesitara justificarse ante el público con recursos ajenos a su naturaleza.
Todo esto es un simple desahogo para decir que el formato con el que se transmitió la obra en la sala de cine me dejó con una profunda sensación de sospecha frente a lo que estaba viendo, con dudas sobre lo que la cámara y esa mediación extraña al teatro me impidió percibir. Y, en todo caso, con tanta incertidumbre sobre si lo que había visto podía llamarlo, con seguridad, teatro. Me decidí a escribir esto una semana después, volviendo de las calles de la Candelaria después de ir al teatro.



