La belleza de lo eterno

Foto: La República

María José Aranguren
Universidad del Rosario
Temprano en la mañana de aquel día en que lo conocí, su voz fue la que llegó primero, densa, pausada, con el acento manizaleño resbalándole inconfundible. Simón Vélez se materializó al otro lado de la puerta, con el sombrero que siempre lleva puesto y vestido de tonos azules. En su porte había una elegancia sobria, templada por los años y desprovista de toda ostentación. Es el primer hombre que concibió la guadua 一ese material que durante siglos fue ignorado y despreciado por “humilde”一 en un verdadero acero vegetal, y con ella ha levantado estructuras extraordinarias que desafían la incredulidad del mundo. Su presencia impone una cercanía inmediata, una sensación de haberlo conocido antes. Lo había visto tantas veces en fotos y entrevistas, siempre en esta misma casa, que al tenerlo frente a mí se desencadenó ese leve extravío de la memoria, ese engaño dulce que hace creer que se está repitiendo un recuerdo.
La rapsodia arquitectónica que Simón Vélez habita no es sino el reflejo de su alma exuberante, contradictoria e imposible de domesticar. Diseñada y construida por él mismo, está hecha a la medida de su terquedad y de su ingenio. Más que una casa, es un pequeño feudo bogotano alzado sobre las lomas de La Candelaria, donde el arquitecto gobierna con sabia autoridad. Entre los tejados mustios y coloniales del centro, su dominio, compuesto por varios cuerpos de colores, se abre paso entre la espesura de un jardín que más parece un bosque privado. Nada en ese lugar distingue lo natural de lo hecho por el hombre, pues el concreto se funde elegantemente con la guadua, el vidrio con la piedra, el acero con la madera y todo parece haber brotado de una misma fuente. Este lugar es su proyecto más largo y vivo, siempre en renovación a merced de los nietos que van creciendo a su alrededor. La morada se volvió entonces una prolongación de su cuerpo, porque respira con su ritmo, envejece con su tiempo y se transforma con sus manías.

Catedral Nuestra Señora de la Pobreza, Cartagena. Foto: BBC Worldservice
Vélez se sienta frente a un escritorio de madera maciza, rodeado por una profusión de objetos que delatan la devoción metódica de su rutina: un arrume de cuadernos, lápices alemanes, borradores, reglas y planos enrollados uno sobre otro. Me muestra algunos de sus bocetos recientes y recalca que los cuadernos en los que dibuja son franceses, porque los que fabrican aquí no aguantan ni una borrada, y él diseña más con el borrador que con el lápiz. Con los años ha ido perdiendo la precisión del pulso, pero lo asume con una serenidad bella, como si ese leve temblor fuera también parte del trazo. Reconoce, con ironía, que la guadua, al igual que sus líneas, no es exactamente recta.
En esos dibujos que avanzan a su propio ritmo se adivina la madurez de un trabajo que lleva años floreciendo. “La arquitectura es un oficio de experiencia, y la experiencia la trae los años”, reflexiona. Lo suyo fue siempre el aprendizaje empírico, el caer en los errores hasta encontrar la forma que busca. “No concibo un arquitecto que no piense con la mano”, afirma. “La mano es una extensión del cerebro”. Dibuja cual si meditara, como si a través del lápiz exorcizara sus propias obsesiones. Cada línea suya refleja una profunda paciencia. Cada una nace de una mano que piensa, que duda, que corrige, que siente. Y en esa humanidad del trazo se cifra el secreto de su arquitectura, que, como él mismo, desafía al tiempo sin perder la forma.

Foto: Jardín Botánico de Cali
Nació en Manizales, una ciudad que se alza entre montañas y cafetales, donde la neblina amanece tendida sobre el paisaje. Creció entre el rumor de los guaduales, jugando con los hijos de los obreros y respirando el polvo de las obras que su abuelo levantaba en las fincas familiares. Aquel abuelo, apasionado por la construcción, diseñaba a su modo viviendas extrañas y hermosas, sin ser arquitecto, pero con el instinto natural de uno. Su padre, en cambio, sí lo era, y de él heredó la disciplina del trabajo y la curiosidad por las estructuras. Desde niño supo que quería dedicarse a lo mismo, más por inercia que por decisión, pues su mundo giraba en torno a los planos, las casas y la madera.
La vida lo fue formando en la rebeldía. Su infancia, dice sin rodeos, fue una pesadilla. Los colegios religiosos de Manizales estaban poblados de curas crueles, perversos y canallas, que abusaban de la impunidad que les otorgaba el poder. De allí nació su anticlericalismo, que se fue arraigando en sus entrañas con el pasar de los años. “Yo fui víctima de eso”, cuenta. “Por eso no respeto a los curas. No tengo por qué respetarlos”. Aquella desconfianza fue el germen de todo, la raíz de una desobediencia vital que se volvió parte de su esencia. Aprendió temprano que la autoridad debe ser cuestionada, que el respeto no se debe por costumbre y que toda imposición 一sea divina, política o estética一 debe ser puesta a prueba. Esa rebeldía, que empezó como defensa, se volvió su modo de ser en el mundo, primero contra los dogmas de la Iglesia, luego contra los académicos, después contra los comunistas y, más tarde, contra los militares, los corruptos, la burocracia y la tiranía del concreto.
Su llegada a Bogotá significó una irrupción, casi una epifanía. Venía de una ciudad donde la culpa se colaba hasta en los juegos de los niños. En Manizales, dice, todo era pecado; en Bogotá, en cambio, nada lo era. Ese tránsito entre serranías tuvo algo de renacimiento, una sacudida interior que lo arrojó al vértigo de la libertad. Una ciudad “de tierra fría pero liberal”, donde podía entregarse al deseo carnal sin penitencia y a la libertad moral e intelectual sin castigo; donde podía ser el Don Juan que llevaba incubando desde la adolescencia sin que nadie pretendiera domesticarlo. Y fiel a ese carácter rebelde que lo persigue hasta el día de hoy, cuenta que su padre le dio una plata para que se comprara un apartamento en Chapinero, pero él, reacio a las convenciones, prefirió invertirlo en un pedazo de terreno en La Candelaria, donde con el tiempo levantaría su casa.
Entró a estudiar arquitectura en la Universidad de los Andes. “Todo lo que me enseñaban era concreto y concreto”, recuerda. Nunca respetó a los profesores ni a las doctrinas de la academia. Entonces, cansado de aquella rigidez limitante, decidió mirar hacia donde nadie más miraba. “Me comencé a interesar por la madera”, dice, y en esa aparente simpleza se prefiguraba ya su distinción frente a todos los demás.

Hotel Crosswaters Ecolodge, China. Foto: Edsa
Hijo y víctima del azar, descubrió la guadua casi por accidente, cuando un cliente le exigió construir unas pesebreras con ese material. El destino lo llevó a mirar con otros ojos esos troncos huecos que crecen al borde de los ríos, frágiles en apariencia pero dotados de una fuerza ancestral. Mientras experimentaba en su taller, se le ocurrió inyectar cemento en el interior de cada tallo para reforzar las uniones, y con esa idea logró domesticar la guadua, volverla dócil al cálculo y capaz de sostener estructuralmente sus diseños más desmesurados. “Esa estupidez no se le había ocurrido a nadie”.
De aquel hallazgo elemental brotó su firma, su manifiesto: una arquitectura mestiza, balanceada y de buen gusto. Su credo es que la arquitectura debe ser más “vegetariana”. No se trata de abolir el concreto, sino de reconciliarlo con lo vivo, de devolverle a la materia su respiración original. “Somos demasiado carnívoros con la arquitectura”, explica, aludiendo al exceso de minerales, al abuso del cemento y a la relegación de lo orgánico, de lo que germina. Más que una lucha ecológica, tema que, confiesa, le es indiferente, su elección es una declaración estética. La guadua es, para él, un material de verdad, con la nobleza de la seda o del cuero, contraria al plástico que hoy inunda de artificialidad las edificaciones modernas. Su obra, entonces, se puede leer como un culto a la autenticidad, una diatriba contra lo impostado, una vindicación de la belleza como consecuencia natural de lo verdadero.
Con el tiempo, la guadua se volvió su estandarte y su condena. Mientras en Colombia lo tildaban de excéntrico por usar el “material de los pobres”, en el extranjero se rendían ante su ingenio. Del pabellón colombiano en la Expo Hannover del 2000 al Crosswaters Ecolodge en China, o del puente Jenny Garzón en Bogotá al Recinto del Pensamiento en su natal Manizales, la guadua, puesta en sus manos, se alza como una sinfonía de geometría precisa. Tal como lo hacía Andrea Palladio, el único arquitecto al que admira, Vélez crea una partitura que traduce los patrones de la naturaleza al lenguaje de la construcciones. Cada viga, cada unión, cada curva tiene su nota y su compás, y el conjunto entero vibra con la cadencia exacta de una orquesta afinada. Sus diseños conservan una ligereza que parece espiritual; una suerte de orden orgánico que espejea la inteligencia del bosque al lenguaje de la ingeniería.

Casa en Anapoima. Foto: Axxis
Ha diseñado de todo: puentes, templos, viviendas, pabellones y estructuras que solo un genio como él podría concebir. Cada obra suya es un experimento artístico, poético. En cada una deja la marca de un arquitecto que se resiste a la arquitectura plana y sin alma. Busca el esplendor sin pretensión. Es un constructor que piensa con las manos, un artesano de grandes proporciones que aprendió que la belleza viene por añadidura si la estructura funciona. “Si algo está bien hecho, es bonito”, dice. De ahí su obsesión con los techos: amplios, respirables, tropicales, sin goteras, como alas abiertas. No hay en su obra líneas planas ni rigidez moderna, sino un pulso orgánico, una matemática viva.
Si pudiera construir una última obra que refleje enteramente su esencia, Vélez elegiría construir un templo. “La única razón de la arquitectura son los templos”, dice. “Todo lo demás puede hacerlo cualquiera, pero un templo exige espiritualidad”. El ser humano, afirma, necesita lugares donde nutrir el espíritu, espacios de recogimiento. De ahí surgió la idea de su Catedral Sin Religión en Cartagena, donde la luz, el silencio y la estructura bastan para producir una sensación sagrada. Esa espiritualidad de la que habla la ha sentido, dice, no solo en esa obra suya, sino en cualquier iglesia antigua del mundo, sin importar la religión.
De aquella conversación, que poco a poco fue abarcando su visión de la arquitectura, el legado que dejará y su propia filosofía de vida, Simón Vélez desplegó una de las frases más bellas que le escuché pronunciar aquella mañana y que terminó por darle sentido a todo lo dicho. La atribuyó a un arquitecto cuyo nombre ya no recuerda, pero la repitió cual si le perteneciera: “La buena arquitectura es la que hace buenas ruinas”. Entonces, visto de ese modo, la arquitectura, piensa él, es un acto de fe, una tentativa de eternidad en medio de la intemperie. Un intento de fijar lo efímero, de dejar en la materia un rastro que sobreviva al tiempo.
Así, este hombre de tantos odios y amores, polémico y entrañable, se fue desplegando ante mí con total transparencia. Hacia el final de nuestro diálogo le pregunté si, ante tanto desprecio en su propio país, había pensado alguna vez en irse de Colombia. “No me importan las críticas”, respondió. Es más, le enorgullece que se las hagan. Luego, entre risas, me dio un último consejo que también se lo repite a sus hijas y nietas: que no me casara nunca con un colombiano, porque —según él— todos son malos. Más bien, a él que lo dejen vivir en paz, escuchando boleros de Agustín Lara, cuidando de su jardín selvático, jugando golf los fines de semana, disfrutando de sus nietos —que son su adoración— y diseñando hasta el último de sus días. Porque, como cada una de sus construcciones, Simón Vélez está hecho para durar: para, llegado el derrumbe, seguir de pie en la memoria —como una buena ruina.




