La casa al revés

Foto: IA

Juana Isabel Giraldo
Universidad Javeriana de Cali
Eran las 5:36 a. m., domingo.
Los pájaros empezaron a cantar, anunciando que el sol estaba próximo a salir.
—Otro día más que me resta de este delirio —renegó Pedro mientras respiraba hondo, con el rostro como una uva pasa, y exhaló dando un impulso para levantarse de su cama. Los dedos de sus pies se fruncían cada vez que sentían las baldosas crudas bajo ellos.
La habitación aún se impregnaba de luces opacas que se disolvían, acompañadas de los helados suspiros que atravesaban las rejillas de la ventana. Pedro, tanteando el camino tan conocido como a sí mismo, logró llegar a la cocina.
—¡Maní! —gritó, mientras aguardaba alguna señal entre la escasa penumbra que abrazaba la casa. A lo lejos distinguió al perro barbado paticortico acercándose con entusiasmo, moviendo la cola de lado a lado como si estuviera bailando merengue.
—Maní, dale una pizca de ese entusiasmo a esta colosal tristeza que me consume — dijo con voz tenue, mientras se agachaba para ponerle comida. Y le acarició ligeramente la cabeza.
Desde lo lejos se escuchó a Julia bajando las escaleras del segundo piso. Ella, con su sonsonete áspero, le pidió a Pedro que pusiera a hervir el agua para preparar el chocolate. Él asintió, buscó la olla chocolatera, la lavó y la llenó hasta la mitad. Luego, la llevó a la estufa y la puso a fuego medio.
Las canas del sol ya iluminaban la cocina.
Julia se acercó y reposó su mano sobre el hombro de su hijo, y, como si se tratara de una señal, él se inclinó para recibir un beso de su madre en la frente.
—Dios lo bendiga —dijo Julia mientras agarraba otro sartén para hacer su magia—. Siéntese, mijo, yo termino de organizar todo.
Pedro salió de su santuario mientras ella alistaba todo para iniciar su ritual. Empezó añadiendo dos barras de chocolate al agua que hervía con frenesí, le agregó dos clavos y le sopló algunos trocitos de canela para darle sazón. La casa que antes emanaba un leve aroma a humedad, ahora estaba llena de un olor delicioso, un aroma más hogareño. Que se percibió en todo su esplendor cuando Julia tomó su molinillo y comenzó a frotar sus manos hasta lograr el punto nieve en la superficie del chocolate. Pedro, mientras contemplaba las maromas de su madre cocinando, le comentó que iba a aprovechar el día para limpiar y sacar la ropa de su armario, la cual ya no iba a usar.
Además, le mencionó una posible reunión virtual con sus amigos clandestinos, a quienes Julia solo reconocía por las anécdotas que su descendiente ermitaño rara vez le contaba. Julia guardó silencio por un momento, luego lo miró de reojo, de arriba abajo, y le comentó que iba a darse un "borondó" por el centro, pues la vecina la había antojado, endulzándole el oído con rebajas y las infaltables tres B (Bueno, bonito y barato). Además, la hija de la doña se había ofrecido en traerlas de regreso.
En ese momento, tomó ventaja e intentó persuadir una vez más a su hijo para que conociera a Paula. Le repitió que era una mujer noble y trabajadora. Pero Pedro, una vez más, se excusó diciendo que ella ni siquiera lo notaba.
—Pues yo no te voy a dar el pescado, yo solo te enseño a pescar. ¡Ponete las pilas! —le respondió su madre mientras servía los desayunos humeantes, con los huevos recién hechos y el chocolate en su punto.
El tiempo pasó rápidamente y ya eran las ocho, cuando Julia avisó que se iba. Maní, su confidente, fue quien la acompañó hasta la puerta, donde se echó a esperar su regreso. Por otro lado, Pedro estaba absorto jugando en su Play. De vez en cuando recordaba que iba a desempolvar y sacar algunas prendas. (…)
A lo lejos, se escuchaba al vendedor de aguacates, mientras se iba acercando cada vez más.
—¡Aguacate maduro, lleve su aguacate para el almuerzo!
Dos horas después, las llaves tintinearon en la puerta de entrada. Julia había llegado, cargando dos costales de malla llenos de frutas y verduras frescas. La cocina nuevamente exhalaba un olor, confuso pero agradable. El perro barbudo saltaba como resorte de un trampolín, insistiendo en captar la atención de su dueña mientras ella organizaba y lavaba el mercado.
Pedro, sin percatarse de la presencia de su madre, cambiaba las sábanas de su cama, apestadas de sudor y lágrimas de frustración. Dio un bostezo hondo y enderezó su columna que reposaba como arco de medio punto.
Era la una de la tarde y ya se sentía agotado. Por lo tanto, pensó en tomar una ducha para quitarse la locha, y los 29 grados que le resbalaban por la frente y la espalda; pero el olor a changua fresca apresuró el baño que pretendía extenderse.
Mientras tanto, Julia cortaba el cilantro con la delicadeza de un cardiólogo, pues la experiencia de vivir sola desde tan pequeña la había vuelto una experta en la cocina y en cómo sostener la cabeza de un hogar.
El joven, de piel traslúcida y ojos tristes, se acercó como fósforo mojado a la cocina y saludó a su madre. Tomó una taza de caldo y se sentó en el comedor a beberlo. Incluso repitió. Pero el sueño lo envolvió en pesadez absoluta. Julia notó a su hijo más apagado de lo habitual, pensó que estaba maluco. Por lo tanto, lo mando a recostarse en el sofá, sugiriéndole que descansara un rato. Él, que no acostumbraba a tomar siestas por la tarde, se sumió en lo profundo de un mar de ensueño.
(…)
Empapado, con chispas salinas que se resbalaban de su frente y pecho, Pedro despertó. Atónito y con la mirada chueca, percibió la pequeña y taciturna casa, más vacía de lo normal. Por lo que decidió llamar a su madre y, de seguido, al minúsculo Maní. Pero nadie respondió. La noche ya había arribado, y no era común que Julia saliera a pasear al perro tan tarde.
Por ende, subió al segundo piso y revisó habitación por habitación, sin éxito alguno. Como última opción, salió a la helada noche, con un chal y las llaves en sus bolsillos. Pero todo estaba desierto, ni rastro del celador, ni rastro de su madre. —¡Ma! —gritaba repetidamente, pero solo se escuchaba el chillar de las ranas que llamaban la lluvia. Pedro buscó en las ventanas de cada casa, algún movimiento que le indicara que alguien lo oía, pero la noche estaba ausente. Una suave brisa comenzó a cubrir el cuerpo de Pedro. Y aunque era un hombre de poca fe, en ese momento le aterrizó una idea fugaz que lo iluminó. Brindándole un leve respiro, pues le daba un poco más de sentido a lo que estaba sucediendo. —¡Estoy soñando! ¡Esto es un sueño! —exclamó, mientras se pellizcaba el brazo, se cacheteó dos veces y sin tener resultado alguno, se lanzó al suelo, girando de un lado a otro con gracia, convencido de que lograría despertar de esa nefasta pesadilla.
Pero sus ojos se congelaron cuando notó que su casa estaba al revés. Ni siquiera se tomó un minuto para pensar cómo había sucedido; se levantó, se sacudió un poco las gotas, el polvo de la calle y se acercó a la casa. Anonadado la observó, de piso a techo.
Y se detuvo frente a la ventana del segundo piso, que estaba más abajo a comparación de la puerta principal.
Corrió el vidrio y apartó la cortina hacia un lado, intentando ingresar con cuidado, ya que caminaba sobre la parte interna del techo del segundo piso. Para su sorpresa, encontró las sillas, la cama de su madre y el colchón de Maní, intactos. No habían caído, a pesar de estar de cabeza. Parecía como si estuviesen adheridos con algo. Pero, se distrajo con lo pesada que sentía la atmósfera, notó que el aire estaba denso, pues le resultaba difícil respirar.
Desde ese momento, Pedro fue prisionero de enormes lagunas de recuerdos que no lograba recuperar. Deliraba mientras intentaba subir las escaleras en inversa, que se extendían cuando él creía que ya iba a llegar. Sus piernas temblaban como fetuccini, y él ya no poseía fuerzas.
De pronto, se desplomó y rodó como canica hasta el techo del primer piso. La cara la tenía como una remolacha, de no poder respirar bien. Debatido, cerró los ojos y de los archivos de su mente brotaron imágenes. Eran fotografías pequeñas y desgastadas, que saltaban unas tras otras, como baraja de póker. En la primera de ellas, pudo apreciar el retrato de una joven agraciada, sonriente, que sostenía una rosa blanca cercana a su rostro. Había dos fotos más de la misma mujer. Pero en la segunda compartía la compañía de un hombre, que portaba un traje negro y un exuberante bigote. Su mirada era fría y su sonrisa tosca. Él abrazaba a la joven por la cintura, revelando su embarazo.
En la última imagen, el hombre se había esfumado; En cambio, había llegado un niño que le tomaba la mano a la misma mujer de las fotos anteriores.
La tristeza lo invadió por completo, porque reconoció que el niño de la fotografía era él, y la joven, su madre. Se afligió al notar que ella ya no sonreía, y sus dos luceros que antes brillaban con todo su esplendor, se habían apagado.
En su agonía, con tenues suspiros que apenas llenaban su cuerpo, logró arrastrarse a tientas hasta las escaleras, y reposó su cuerpo sobre el borde del precipicio. El joven desvariado, sin pensarlo, apretó sus clisos y dio un alarido lo más fuerte que pudo, intentando que el vacío dentro de sus tripas se sintiera lo más pequeño posible. Finalmente, cayó como un bulto de papas, pero ya estaba en el segundo piso. Las palmas de sus quintetos ardían, el lumbago le latía y la testa la sentía al borde del colapso. Sin embargo, el dolor se consumía como un vicio.
Pedro yacía desplomado, frente a una descomunal puerta deteriorada y enmohecida. Con los sentidos algo embriagados, comprendió que esa puerta no era de su casa. Por lo tanto, intentó mirar por debajo y, sin querer, divisó pequeños visos; eran destellos de agua que florecían de la gran puerta.
—No, no me diga que también se inundó la casa —pensó el joven en ese momento.
Pero el reflejo del agua no fluía, ni siquiera una gota. Solo se lograba apreciar el juego de colores y centellas, danzando de un lado al otro; pero la curiosidad le costó un pre infarto a Pedro, cuando desde la puerta saltó un sonido incomprensible.
—"Blah, blah, blah, blah… Blah, blah, blah" —con la piel en puntas, había quedado atónito.
El corazón estaba a punto de salírsele, pero su estructura permanecía petrificada. No hizo falta que el joven reuniera valentía una vez más para abrir la puerta, pues esta se abrió sola. Detrás de ella se concentraba la imagen más surrealista que Pedro hubiera podido imaginar.
La diminuta sala, que estaba adornada con un elegante y antiguo tapiz de flores, con asientos apilados y sábanas sobre el suelo. Tenía peces brillantes, nadando de esquina a esquina, mientras coexistían entre ellos. A primera vista, era una composición hermosa, pacífica y fantasiosa. Antes de que Pedro se percatara de que no eran cualquier tipo de peces, sino peces Koi.
De repente, el alivio se evaporó y la imagen frente a él lo transportó a cuando tenía solo seis años. Este recuerdo, por más que Pedro intentó enterrar en las profundidades de su mente, ahora emergía a la superficie.
El niño, con la inocencia intacta y las ganas de entender todo lo que lo rodeaba, se detuvo frente a una inmensa pecera llena de peces Koi. Para él, pasaron menos de cinco minutos, pero en realidad llevaba más de 30 minutos observándolos de pie. Mientras tanto, en el fondo solo se percibían voces molestas, una de ellas era la de su madre, quien hablaba con una mujer que sonaba mucho mayor que ella. Julia le preguntaba insistentemente por su padre, pero la mujer, de piel tensa y nariz remendada, no le daba respuesta. Se negaba, lanzando sátiras y miradas afiladas, además de amenazar a su madre para que no se atreviera a regresar nuevamente.
Esa fue la primera y única vez que el niño supo algo de esa familia y del amargo rostro de su abuela paterna.
En el pecho de Pedro se incrustó el inmenso rechazo que venía cargando desde pequeño. Su cuerpo se desparramó sin previo aviso por la pared, mientras él presionaba su corazón intentando disminuir los retorcijones que se desataban por dentro.
Sin embargo, los peces seguían nadando sin notar su presencia, ni su dolor. Fue entonces cuando el resplandor, que simulaba una habitación llena de agua, disminuyó un poco. De hecho, parecía que con cada minuto que pasaba, se reducía más. La tarde se alejaba sin culpa, mientras Pedro continuaba mirando a los peces, que ahora duplicaban su tamaño habitual. Estos se iban arrinconando en los lugares con mayor concentración de luz, intentando sobrevivir.
El tiempo transcurrió fugaz, o al menos eso parecía. La habitación llena de luz y peces danzantes estaba sumida en la oscuridad. Impregnada de frío y llena de peces retorciéndose en el suelo.
Pedro sentía lástima al verlos, pero una parte de él prefería no acercarse. La sala concentraba un olor a pescado y muerte. Pero no solo morían los peces, él también se desvanecía. Por su cabeza solo rondaba la vívida imagen de su madre, su madre que era todo para él, y él, todo para ella. Recordó todo el tiempo que pensó ser invisible para el mundo, cuando en realidad él era el mundo de su madre. El rechazo, el dolor y la ira solo se hacían más insignificantes al lado de sus ansias por volver a ver a Julia.
El corazón se le contrajo y no pudo evitar dejar caer uno que otro cristal sobre sus manos. Este no podía ser el final, tenía que regresar.
El joven blandengue, pero con espíritu bélico, sacó fuerzas de sus bolsillos y quedó recostado completamente sobre el suelo.
Se sujetó la espalda y luchó a sangre fría contra esa armadura que llevaba aferrada. Intentaba arrancarla, destrozarla y aplastarla, pero no fue sencillo, la tenía adherida a su espalda. Sudor y desesperación salpicaban el suelo, y la coraza, mientras más luchaba, más se aseguraba a él.
Pero Pedro no era el único que luchaba por su vida. Pues los peces, que él ya creía muertos, comenzaron a moverse de nuevo; sus aletas parecían crecer, crecían sin miedo. De sus colas brotaban tripas de piel que se moldeaban poco a poco con sus aleteos, formando pequeños y delicados dedos que se abrían y cerraban, intentando agarrar algo. Los peces habían transmutado, pues ahora poseían brazos y piernas con los que se arrastraban por la habitación, buscando entrelazarse unos con otros en un abrazo.
El joven se sintió ligeramente conmovido por la escena que estaba presenciando. Y el dolor en su pecho poco a poco fue disminuyendo. Pues había logrado rescatar del naufragio de su recuerdo las palabras que su madre le compartió el día que salían de la casa de su abuela. Aunque Julia llevaba una mirada triste, se giró hacia Pedro y le sonrió. Luego le preguntó: “¿Sabes la leyenda de los peces Koi?”. Pedro, con sus ojos llenos de curiosidad, negó con la cabeza. Entonces, ella le respondió: "El pez Koi que nada contra la corriente inspira la creencia de que, con determinación, se pueden superar las adversidades y lograr el éxito”.
Pedro tomó un tiempo para comprender que no había razón para luchar, ni necesidad de huir de la corriente y el pasado. Además, reconoció que ya era hora de soltar esa coraza que cargaba por años. De pronto, percibió que los peces lo contemplaban, con miradas llenas de compasión y ojitos de arrepentimiento.
Él tomó un respiro profundo y se dejó llevar, pues ya no había nada que perder. Y se entregó al perdón. El joven como pudo, logró impulsarse con ambas piernas y codos contra el suelo. Mientras usaba sus manos como antifaz, parar cubrir su rostro de un destello amarillo que surgía de la gran pila de peces en reposo, que lo aguardaban con sus brazos abiertos; al llegar, escamas y piel se trenzaron, crujían, y aunque en un inicio la sensación de viscosidad resultaba un poco desagradable, se sentía cálido. Y como el rubí y el oro, se fundieron en un cielo anaranjado…
Sonó la alarma, eran las 5:50 a. m., lunes.
El sol ya se asomaba. Las aves cantaban con gozo al arrebol del cielo en el nuevo amanecer.
Pedro despertó a su realidad. Los velos que cubrían sus ojos se abrían y cerraban sin prisa. Una paz enorme inundaba su cuerpo mientras miraba el techo de su habitación, que se cubría de pinceladas rosas y amarillas.
El joven se sentía dichoso de poder despertarse un día más. Tal vez por su mente cruzaron imágenes de haber soñado algo extraordinario, pero no se preocupó por recordarlo.
De pronto, a lo lejos escuchó un ladrido. —¡MANÍ! —pensó, con los ojos grandes como dos melones. Se levantó de su cama y puso los pies en la tierra. El frío de las baldosas ya no molestaba, pues le refrescaba las plantas de los pies. Abrió la puerta, y frente a él lo esperaba el perro paticortico. Por un instante, los ojos de Pedro reflejaron el universo entero. Sonrió con tantas ganas que ambas mejillas le dolían. Inmediatamente se inclinó para recoger a Maní, lo apapacho, lo besó, y el perro correspondió a sus gestos de cariño, devolviéndole lengüetazos por todo el rostro.
Julia, sorprendida por lo que estaba presenciando, interrumpió el momento con una leve carcajada.
—Mijo, arréglese que faltan diez para las seis, le va a coger la tarde.
Pedro miró a Julia como si sus ojos no la hubieran visto en mucho tiempo; sus dos linternas se cristalizaron un poco. Sin dudarlo, se lanzó sobre ella, brindándole un abrazo que no solo envolvía el cuerpo de su madre, sino que acariciaba su alma, como un viento suave que acaricia la piel.
—Esta casa no sería nada sin ti, ma. Y yo tampoco —susurró en voz baja. La mujer, con el cabello cubierto por la nieve y mirada enchinada de ternura, le devolvió el abrazo y lo apretó con fuerza, aliviándole las penas de toda la vida. Con la voz a punto de quebrarse, su madre repitió:
—Apúrele, mijo, que le va a coger la tarde… —mientras se separaba de los brazos de su hijo, regalándole palmaditas en la espalda. Ella se giró para dirigirse hacia la cocina y Pedro la alcanzó en el paso.
(…)
No fue necesario decir nada, no fue necesario correr. El tiempo entre ellos transcurrió sereno, como un río que fluye sin prisas, solo sintiendo la cercanía del otro.
Ese día se desplegó lentamente. Pedro se recostó en el mueble viejo que estaba cubierto por una colcha de crochet, y Julia reposó en su mecedora roja junto al barbudo. Todos disfrutaban de su novela infaltable de las seis de la tarde. Hasta que un pequeño resplandor aterrizó sobre la frente de Pedro y se deslizó por su rostro hasta concentrarse en sus labios. El joven, con el ceño fruncido, levantó la mirada hacia el techo, y vio como del pequeño orificio, donde brotaba el hilo de luz, se asomaban pequeños deditos que halaban de los bordes para ampliar el hoyo aún más. Pedro, atónito, no comprendía cómo era posible. Miró a su alrededor aterrado, y por la ventana se percató de que continuaba dentro de su casa al revés.



