La espera


Dayanna Acevedo Lozano
Universidad Nacional
Ese día, Jorge Eustacio Rodríguez, soltero de toda la vida, con tres hijos sin conocer, dueño de un perro pulgoso, dos vacas gordas, un gallo mudo y un pato tuerto, se levantó del zarzo entre el olor a estiércol, con la panza a medio llenar y el corazón por componer. Se ajustó las botas. Tenía que ordeñar. Esa mañana había escuchado cantar baladas al gallo, ver a las abejas polinizando flores de plástico, y no advirtió ni siquiera que era una mañana extraña cuando de las ubres brotó polvo. “El gallo ya no servirá para la pelea” se limitó a decir, con la carita apenada por las apuestas perdidas y una nueva voz que no serviría para pagar las cuentas.
Vivía en una finquita de adobe que Dios y el abandono le dieron. Había echado raíces hace mucho, cuando apenas había escapado del amor, no por haberse enamorado, sino por haber llorado las penas de un toro. En aquel entonces, las casas se hacían con una mezcla de mierda, agua y arena, las mujeres parían un hijo cada dos años, y los hombres cada tres se rasuraban el bigote.
Aunque llegó a aprenderse el nombre de todos los habitantes del lugar, al cumplir 31 años se resignó a una vejez prematura. Entonces, en un afán pragmático resolvió llamarles a todos “vecino(a)”, disimulando su falta, su amnesia precoz.
No obstante, era un anticipo inútil. Aquí las cosas escasamente cambiaban, como para no aburrirse del todo, como para darles un airecito insípido de renovación, a fin de jugarle una trampa al tiempo; cuando es el tiempo quien juega con ellas. Un eufemismo de la vida que no progresa, pero que no retrocede, sino que se estanca.
Siguió su rutina: le echó sal a las vacas, llevó las ollas con leche pulverizada a la cocina protestando: “vacas estas, quieren más agua las condenadas”. Se lavó las manos y sintió ternura al verlas tan ajadas. Desayunó agua de panela con yuca. Luego, fue a recoger los huevos que el gallo aún no ponía, y, rendido, se durmió bajo el follaje de los árboles.
De repente, lo despertó el sonido de las campanas de la iglesia. Medio día. Las campanas repicaron nuevamente.“Agg” —exclamó. “Otro muerto. Ya comenzaron”. Se fue a la cocina a raspar la olla de arroz porque sintió que las tripas se le alcanzaron a estremecer. Cruzó el marco de la puerta que daba paso a su habitación. Sacó una chaqueta vieja de paño, la sacudió, la vistió y pronunció para sí: “Ya quedé listo para el muerto”. Se peinó las cejas con un cepillito negro de siete cerdas. Salió de casa y se fue agarrando margaritas por el camino.
Al llegar al pueblo, las narices se le llenaron de un olor dulzón de velas e incienso. El gentío salía de sus casas, bajaban de las veredas y hasta subían de los suburbios; todos guardando luto por el desconocido. Se congregaban alrededor del templo en torno a los cantos gregorianos del desafinado obispo. “Aquí la gente se pone de acuerdo hasta para morirse”, reflexionó. Podía uno morirse el lunes con la certeza de que el vecino lo haría mañana en la tarde. Fue ganando espacio entre la multitud para contemplar que el ataúd era cargado por mujeres y niños. Todos se preguntaban quién era el finado, pero nadie sabía. El problema empeoró cuando llegaron las coronas funerarias del alcalde y ninguno supo qué hacer.
Unos narraban cómo había muerto, cada uno con una versión distinta, era como traerlo a la vida para matarle de diferentes maneras. Todos opinaban. “¡Se despidió y se metió al cajón solito, yo lo vi!”. Contaban qué había hecho en vida. “Cultivaba pera”. “¿Qué?” “Que comía de la espera”. Había quienes incluso lloraban sólo para secarse las lágrimas alardeando de su filantropía.
Al cabo de unos minutos, la gente parecía haber olvidado al muerto. Se aprovechaba para vender seguros y comprar perdones. Los niños corrían por todos lados. En las esquinas, los jóvenes pescaban amorcitos, como quien pesca resfriados, con fiebre al inicio y frío al final. Los hombres discutían de política nacional, las mujeres de cómo ejercerla en casa. Las familias se reunían. Los viejos se disputaban entre bromas el turno en la funeraria. A no ser por la ropa de luto, uno podía ir perdiendo la noción de dónde y porqué estaba allí. Sonaron nuevamente las campanas.
La liturgia dio inicio. Empero, el obispo no supo a quién darle el pésame, a decir verdad, nadie. Quienes entraron con el féretro, no paraban de plañir, tanto que perdieron el habla y por poco la respiración, aunque cuando se les preguntaba si eran familiares, callaban y volvían a dar de alaridos. La misa no tardó demasiado, pues como no había a quién consolar, tampoco había a quién cobrarle. El padre regó agua bendita, explicó por qué era mejor el cielo que el infierno, pero muchos no acabaron de comprender la diferencia.
Al culminar el rito, los acólitos prosiguieron a colocar el sarcófago sobre la angarilla, y se hubiesen ido al Campo Santo sino fuera porque Jorge Eustacio Rodríguez se alzó entre la multitud. Todos lo miraron tapándose la boca. “¿Puedo ver al cadáver?” —preguntó. El religioso vaciló unos segundos. “¿Quién se opone?”. El silencio contestó. El hombre se acercó, levantó la tapa del ataúd: estaba vacío. Tocó el interior y lo percibió tibio. “Es más suave que el zarzo”—pensó. Se encaramó al interior, al encontrarse cómodo, cerró la caja. Los espectadores atónitos se miraban los rostros. El sacerdote pidió a sus colaboradores continuar. El gentío encogió los hombros y siguió la marcha.
Al ingresar al cementerio, con la fosa lista, se entonaron los últimos adioses. Al aproximarse al hueco, el viejo sacó una mano, arrojó serenamente las florecitas que traía. Soltó una carcajada. “Pensar que me arreglé para el muerto, y ese era yo”. Siguió riéndose. “¡Me levantan cuando a las vacas se les pase la pendejada de dar leche en polvo!”. Lo cubrieron de tierra, olvidándolo al cabo de una hora.