La niñez interrumpida

Foto: Natalia Pedraza Bravo / EL PAÍS

Tatiana Vega
Fundación Universitaria Iberoamericana
La noche en Medellín tiene un brillo distinto en el centro: las luces de los bares y discotecas iluminan las calles húmedas, mientras un murmullo constante de motos y risas jóvenes se mezcla con un silencio incómodo, ese que todos prefieren no nombrar.
En una esquina de la Avenida Oriental, sentada en el borde de un andén, una niña de apenas trece años observa a los transeúntes con una mirada que parece haber envejecido demasiado pronto. Nadie pregunta qué hace ahí, nadie cuestiona; los pasos siguen de largo, como si fuera parte natural del paisaje nocturno.
Los comerciantes del sector dicen que “eso siempre ha pasado”, que “los clientes buscan lo que buscan” y que “más vale no meterse”. En esas frases, repetidas con normalidad, se esconde una verdad dolorosa: la prostitución infantil no solo ocurre, sino que se ha normalizado en algunos rincones de Medellín.
Un taxista, entre resignado y cómplice, comenta: “Uno sabe dónde las llevan, pero no se mete, porque la vida es peligrosa. Eso lo manejan otros”. Su voz se quiebra un instante, pero enseguida calla, como si confesara más de la cuenta.
Las cifras acompañan el relato: según el ICBF, en Colombia cada año miles de menores son víctimas de explotación sexual. Medellín, con su flujo constante de turismo y la desigualdad que aún hiere sus barrios, es una de las ciudades donde más se repite este fenómeno. Sin embargo, más allá de los números, lo que duele es la indiferencia cotidiana.
“Es un problema estructural”, explica una trabajadora social de una fundación local. “No es solo la pobreza, también son las redes criminales y la falta de protección real. Lo más grave es cómo la sociedad lo empieza a ver como normal, como si estas niñas y niños fueran invisibles”.
En el barrio La Candelaria, algunos vecinos aseguran que han visto niñas subir a carros lujosos, mientras los adultos cierran las ventanas y siguen con su vida. “Lo que pasa es que uno ya ni se sorprende”, dice una señora que atiende un supermercado, con la voz cargada de cansancio.
La normalización de la prostitución infantil no está en las niñas, que son víctimas, sino en los ojos que miran sin ver, en la complicidad de quienes callan, en la frialdad de quienes compran un cuerpo sin pensar que detrás hay una infancia rota.
La niña de la esquina, la de trece años, vuelve a acomodar su cabello y sonríe tímidamente a un hombre que se detiene frente a ella. El silencio de la calle se rompe con el motor de un carro que arranca. Y otra vez, como cada noche, Medellín guarda en sus sombras la inocencia que se le roba a su niñez.
¿Qué significa crecer en una ciudad donde la infancia se convierte en mercancía?
Tal vez significa que todos hemos fallado: los que gobiernan, los que miran hacia otro lado y los que prefieren callar.