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La paupérrima sátira de la libertad moderna

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Foto: Underground (1995)
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María Fernanda Avellaneda

Corporación Universitaria Minuto de Dios

El ser humano, desde tiempos inmemoriales, parece haber encontrado un placer casi perverso en entregarse a la servidumbre. Étienne de La Boétie, en su incisivo ensayo La servidumbre voluntaria, nos plantea una pregunta descomunal: ¿por qué tantos eligen subyugarse ante tan pocos? No es una cuestión menor; al contrario, es el retrato en blanco y negro de una humanidad que parece disfrutar el baile del sometimiento. 

La Boétie identifica este fenómeno como una enfermedad autoinfligida. No son las cadenas de hierro, sino las cadenas de costumbre las que atan al ser humano. ¿Qué es este monstruo invisible que nos lleva a celebrar nuestra propia esclavitud, a convertirnos en cómplices de quienes nos oprimen? Quizás la respuesta la encontremos en una combinación perversa de necesidad, miedo y complacencia.

 

De aquí surge una reflexión inquietante sobre la sociedad líquida de la que habla Zygmunt Bauman, en la que las relaciones humanas y las instituciones se disuelven como el azúcar en agua. En este universo de incertidumbre, donde todo se mueve y se deforma, encontramos el eco de la servidumbre voluntaria: ahora, las cadenas no solo son invisibles, sino también transitorias y flexibles. ¿Somos libres? ¿O solo somos más maleables y complacientes? 

Este servilismo moderno se enmascara bajo la apariencia de libertad. Como en la película Underground de Emir Kusturica, vivimos en una especie de caverna moderna, un subterráneo cálido, delirante y aparentemente cómodo, en el que los personajes viven sin darse cuenta de la falsedad de su realidad. La guerra ha terminado, pero los personajes siguen bailando, disparando, viviendo como si el mundo externo no existiera. ¿No es acaso esta una metáfora perfecta de nuestra sociedad actual, donde bailamos con la falsa ilusión de progreso mientras nos hundimos en un pantano de desigualdades y servidumbres? Nos dejamos llevar por la música, celebramos conciertos, festivales y fiestas llenas de excesos, mientras, a la distancia, miles de niños palestinos mueren cada día. Pero, claro, eso no parece importar, porque es “el pueblo de dios”, ¿no? ¿Acaso el pueblo de dios tiene licencia para todo? A este dios tan selectivo no le molesta un genocidio, no pestañea ante la masacre; debe estar acostumbrado, ya que mata a diestra y siniestra a través de sus fanáticos religiosos. Así, el dios omnipotente se convierte en el espectador apático de una tragedia que sus fieles han transformado en rutina, mientras el mundo sigue con su fiesta interminable, indiferente al dolor. 

En este marco de desigualdades y sufrimiento, la sociedad líquida y la servidumbre voluntaria encuentran su manifestación más cruda en el capitalismo moderno, y aquí entra en escena Parasite de Bong Joon-ho. Esta obra maestra nos enfrenta a una verdad desnuda: el deseo de ascender en una estructura social corrupta y desigual no es más que otra forma de servidumbre. Los personajes de Parasite no buscan una verdadera libertad; ansían subir en la pirámide, jugar con las reglas del opresor, no para destruirlas, sino para ocupar su lugar. Aquí no hay héroes ni villanos, solo un tejido humano atrapado en su propio deseo de poder y en su papel servil dentro de un sistema que los consume. Así, mientras algunos celebran y otros sufren, la servidumbre voluntaria se convierte en el núcleo de nuestra sociedad líquida, donde la libertad no es más que un espejismo que desaparece al primer intento de alcanzarlo. 

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Foto: Parasite (2019)

La familia pobre que engaña y usurpa para ganar un lugar en la casa de los ricos no está buscando cambiar el sistema, sino sumarse a él. ¿Es posible cambiar un sistema siendo partícipe de él? ¿Hasta qué punto estos personajes son cómplices de su propia tragedia? La pregunta de La Boétie cobra vida aquí: ¿se puede luchar por la libertad deseando, al mismo tiempo, ocupar el trono del opresor? O solo… ¿Quieres la libertad de oprimir al otro? 

Y nosotros, espectadores en nuestras butacas, ¿no somos también cómplices de esta estructura? La sociedad líquida ha hecho de nosotros consumidores eternos, siempre insatisfechos y siempre listos para bailar el próximo tango de la desesperanza. ¿Nos hemos convertido en parásitos de un sistema al que, aunque critiquemos, no dejamos de alimentar? En esta estructura fluida, donde todo parece resbalar y nada se fija, la servidumbre ha encontrado un nuevo hogar: ahora somos esclavos de un ideal de libertad fugaz, que nunca establece una forma sólida. 

Es entonces cuando uno se pregunta: ¿qué tan real es esta libertad que nos venden? Vivimos en una constante simulación de libertad, que en realidad no es más que una jaula dorada. Cambiamos de trabajo, de pareja, de hogar, pero seguimos encadenados a nuestras inseguridades, a nuestros miedos, a la búsqueda incesante de reconocimiento y validación por lo más poderosos. Bauman lo describe bien: somos nómadas atrapados en un espejismo de opciones, esclavos de un movimiento perpetuo que no nos lleva a ninguna parte. 

Y aquí surge la paradoja final: ¿y si en realidad no queremos ser libres? La libertad, con sus responsabilidades y sus riesgos, puede ser aterradora. Tal vez nos resulta más cómodo vivir en una ilusión de libertad, en un “underground” simbólico en el que, al igual que en la película de Kusturica, podemos bailar, beber y celebrar mientras el mundo exterior se desploma. Quizás a la mayoría le conviene seguir en ese subterráneo, en ese estado de servidumbre voluntaria, antes que enfrentar la cruda realidad de la libertad. ¿No es más fácil obedecer a un sistema que nos dicte el camino, o incluso a un dios que siempre esté allí, no solo para culparlo por nuestras desgracias, sino también para recordarnos que él “le da sus peores batallas a sus mejores guerreros”? Al final, ese Dios se convierte en otra cadena que forjamos nosotros mismos para no estar solos en este caos, para no aceptar que nuestras cadenas son de nuestra propia invención. 

Quizás la tragedia de nuestra época radique en que la servidumbre ya no es algo que nos imponen, sino algo que elegimos. Con cada clic en las redes sociales, con cada nueva “oportunidad” de ser alguien en el sistema, de ser nuestro propio jefe, nos encadenamos un poco más. Cada opción que tomamos, cada nueva imagen que compartimos, se convierte en un eslabón más de esa cadena invisible que nos esclaviza a la aprobación, al éxito fugaz, a la validación externa. Y mientras nos convencemos de que somos libres porque creemos en algo más grande que nosotros, el monstruo no vive en el exterior, sino en nosotros mismos. 

La Boétie lo veía claro: la servidumbre voluntaria no necesita un tirano; le basta con la comodidad, la tradición y la costumbre. Dios, el sistema, la fama, las redes, incluso la libertad misma se convierten en ídolos a los que rendimos culto y cadenas a las que nos aferramos. Tal vez, en el fondo, elegimos estar encadenados, porque la libertad no solo es pesada; es una carga.

ISSN: 3028-385X

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