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Carrera Séptima: un escenario mitológico
Fotos: Juan Tomás Olmos
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María José Aranguren

Universidad del Rosario

Hablar de Bogotá ineludiblemente conduce a la Carrera Séptima, pues ha sido y continúa siendo escenario de toda clase de encuentros, transformaciones y sucesos arraigados en la identidad de la ciudad y, por supuesto, del país. Desde la Plaza de Bolívar hasta la Calle 26 se erige solemne como columna vertebral uno de los tramos más históricos y emblemáticos, donde transeúntes de diversos rincones andan por sus calles e interactúan con los vendedores hasta amalgamarse con el paisaje disonante de la capital. En apariencia, la Séptima se revela como una colección de acontecimientos ordinarios, concurrentes y multitudinarios, que, en realidad, enmascara un despliegue de escenas extravagantes e irrisorias.

Como todo objeto, cambia y se modifica irremediablemente marcada por el espíritu irreverente de sus 480 años de evolución urbana. Ha presenciado hitos de histórica violencia y revolución, viendo el paso de las generaciones por sus aceras, cafés y teatros. Es epicentro de una curiosa y pintoresca tradición, repleta de ceremonias, mercados de todo tipo de artilugios, expresiones de artística índole y retratos citadinos en su máximo esplendor. Es tan mágica que ningún hombre pasa dos veces por la Séptima, porque no será el mismo hombre ni tampoco la misma Séptima.

De las calles sin número a la metamorfosis de la Séptima

En el siglo XIX, Bogotá era entonces una ciudad sin nomenclatura. Las calles eran nombradas en honor a la realeza española, personajes harto notables u otros aspectos culturales y geográficos. La manera de orientarse se daba con puntos de referencia: primero el nombre de la calle y luego la mención de algún otro establecimiento fácilmente reconocible, casi como señalando con el dedo. Lo que hoy se conoce como la Séptima, en sus inicios, se llamaba la Calle Real. No fue hasta la llegada de la Hegemonía Conservadora en 1886 que se implementó, con ínfulas de asemejarse a los occidentales y norteamericanos, un sistema de nomenclatura que dividió la ciudad en cuadrículas, asignando números de oriente a occidente a las carreras y de sur a norte para las calles.

La Séptima siempre fue eminente por hallarse en el punto medio desde donde empezaban los cerros hasta donde terminaba Bogotá. De ahí para abajo había una que otra cosa, pero el espacio estaba conformado principalmente por una menguante propagación de potreros y haciendas medianamente aisladas. En un abrir y cerrar de ojos, con la avalancha urbanizadora que asestó a la capital, las laderas de la Carrera Séptima se atiborraron de edificios y locales. Cambió por completo el uso social de todo el tramo alrededor de la plaza: pasó de ser exclusivamente una calle dedicada al comercio a ser la calle por excelencia de los encuentros políticos, intelectuales y recreativos. Con el tiempo, se vio sumida en una atmósfera de manifestación, cultura e incesante ajetreo.

El centro de la ciudad fue por mucho tiempo el lugar predilecto de las élites bogotanas para desenvolverse. Las familias adineradas y vinculadas a la política se asentaron estratégicamente en este sector, marcando un dominio indiscutible sobre la ciudad, pues en él se concentró el núcleo del poder político, económico y eclesiástico. Tras el estruendo del Bogotazo, los alrededores ardieron en llamas, desencadenando un cataclismo social que trastocaría el panorama urbano para siempre. La élite, sintiéndose amenazada, optó por una huida hacia el norte de la ciudad, dejando detrás un centro semidestruido que rápidamente se convirtió en un terreno para una nueva oleada de habitantes y trabajadores. De este caos emergió una oportunidad para la sociedad marginada de apropiarse de los escombros y levantar locales comerciales y viviendas, dando inicio a una era de renacimiento para la Séptima.

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Fotos: Juan Tomás Olmos

Los cataclismos, la hecatombe y la vena cultural

A través de la historia de la Séptima, es posible narrar también gran parte del proceso de configuración de Colombia. De sur a norte, ha quedado regado un rastro imborrable de violencia e historias salidas de un cuento perverso. Fue en la Plaza de Bolívar, antes llamada Plaza Mayor, que tuvo lugar la Conspiración Septembrina, primera tentativa de asesinato contra el Libertador; ocurrió, también, el fatídico ataque al general Rafael Uribe Uribe, y, siete décadas después, la toma y retoma del Palacio de Justicia. Sus calles presenciaron los disparos que acabaron con la vida de Jorge Eliécer Gaitán, desatando una época de violencia sin precedentes, y soportaron la fricción del cuerpo arrastrado de Roa Sierra hasta el Capitolio. Ha sido testigo de la puesta en escena del poder en todas sus expresiones. Desde la masacre de los sastres en 1919, hasta la muerte de nueve estudiantes de la Universidad Nacional a manos del Batallón Colombia al frente del Edificio Murillo Toro.

La Séptima es el lugar privilegiado de las manifestaciones políticas, sean cuales sean sus posturas. Partiendo de distintos puntos, las marchas convergen a la Plaza de Bolívar para clamar ante el Capitolio las peticiones de la multitud. Manifestaciones como la "Marcha de las Antorchas", las protestas estudiantiles de 1970, la “Marcha del Silencio”, la que logró llevar la séptima papeleta a las urnas de votación, las protestas por el genocidio de la Unión Patriótica, las botas militares cada veinte de julio y, por supuesto, las de los trabajadores el primero de mayo, pasaron a la historia como símbolos indelebles de la expresión popular.

Como salida de un mito, la Séptima ha sabido resurgir de entre las cenizas, con algunas cicatrices grabadas en su piel. El edificio Avianca, que se incendió desde el piso catorce, aún se levanta en el Parque Santander. El emblemático edificio del diario El Tiempo, ubicado en la avenida Jiménez, ardió en llamas provocadas por la violencia bipartidista del siglo XX, y se reinauguró en 1961. Sobre la Séptima circuló el tranvía desde finales del siglo XIX, comunicando al centro de la ciudad con Chapinero. Después del Bogotazo, el artefacto “monstruoso y amenazador”, como lo describió el cronista Luis Tejada, cesó sus operaciones, convertido en un manojo de cenizas. Los rieles por los que transitó efímeramente reposan hoy bajo el cemento por el que transcurre el Transmilenio.

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Fotos: Juan Tomás Olmos

Era, así mismo, el punto predilecto para tomar las onces, fumar un cigarrillo, enterarse de las últimas noticias y encontrar un sinnúmero de artistas de bohemia estirpe. Desde los piedracielistas hasta los nadaístas, tan rupturistas en sus posturas literarias y sociales, todos dejaron su vestigio en la atmósfera de los cafés, entre los que resuena El Automático, El Gato Negro y El Café Pasaje, donde nació el Independiente Santa Fe. Aquí se reunía la intelectualidad de la ciudad a discurrir por largas horas mientras las tazas de café se acumulaban una tras otra: León de Greiff, Luis Vidales, Jorge Zalamea y el mismo Gaitán, colmaban con sus ideas el ambiente prolífico de versos disidentes y sueños compartidos.  Con bastón, sombrero y gallardía, los transeúntes de exuberante elegancia eran retratados espontáneamente por los fotógrafos de la calle. Gonzalo Arango dictó su conferencia "El nadaísmo en las catacumbas" en El Cisne, cerca de la construcción del puente de la 26, que, en palabras de Jotamario Arbeláez, era el lugar “donde iban los macilentos actores y directores de la televisión en blanco y negro, los teatreros de rictus pánicos, los pianistas de cola y los pintores duchampianos, los críticos destemplados, las balas perdidas en busca de una oportunidad de ser disparadas al éxito, los cacorros empedernidos y los poetas de vanguardia desprogramados”.

Respecto al placer y el entretenimiento, el aire indomable que brota de su vena popular llevó a la aparición de intrincadas redes de lugares para librarse de la pesadez de la rutina. Cabarets como el Copacabana y el Montecarlo, salones de té, boleras como la San Francisco, clubes de ajedrez y billar y centros comerciales como la Terraza Pasteur, florecieron en torno al corredor. Surgieron varias salas de teatro y cine, el distinguido Teatro Jorge Eliecer Gaitán, que cumplió con la función de cinemateca y donde se celebraban mítines políticos a puerta cerrada para pronunciar discursos, o el Esmeralda Pussycat, sala de cine rojo al cual, después de persignarse, los hombres se escabullían para entrar sin ser notados. En sus alrededores, la concurrida cafetería La Florida era parada obligatoria para tomar chocolate caliente después de asistir al teatro y, por supuesto, La Romana se convirtió en el restaurante insigne para almorzar después de una sesión extenuante de trabajo.

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Fotos: Juan Tomás Olmos

Visiones contemporáneas en la carrera Séptima

En una esquina de la Avenida Jiménez con Carrera Séptima, a tan solo unos pasos de la plazoleta del Rosario, se puede ver a decenas de hombres de mirada esquiva y sonrisa apagada, llenos de expectación por lo que les espera del día. Como si se tratara de un tesoro, enseñan con especial recelo hojas blancas dobladas en cuatro pliegues. En ellas, pequeñas piedras verdosas que brillan con las caricias de la luz solar encarnan mucho más que un tesoro: para los guaqueros, las esmeraldas representan su vida entera. En un abrir y cerrar de ojos, siempre y cuando la altiva fortuna esté de su parte, pueden cerrar negocios millonarios. Así mismo, la desventura, aquella compañera fiel de los humildes, no reniega de cobijarlos con su pesadez en el día a día.

Tras la peatonalización de la vía, la corriente de transeúntes deambula divergente en ambas direcciones. “Juntos, pero no revueltos” parece ser la consigna que guía a cada pasajero en su rumbo; se va configurando la imagen de un cadáver exquisito de gestos, atuendos, voces y ritmos. Se percibe en el aire una aleación de olores a cigarrillo, aguapanela y queso, por los buñuelos, pandeyucas y pandebonos que se exhiben. Funcionarios agotados por la jornada de trabajo salen expectantes de la noche que los aguarda, parejas ensimismadas en su fantasía idílica pasean atados de la mano, estudiantes salen a tomarse algo, turistas de aire inconfundible se funden en asombro con los objetos exhibidos, habitantes de calle piden monedas, artistas vistosos aprovechan la afluencia de personas para ganarse el sustento diario, los católicos se apuran para no perderse la misa de seis, ciclistas esquivan con perspicacia a los atravesados, viandantes curiosos le buscan un sentido a su paso por la avenida y, entre tantos especialistas del rebusque, vendedores ofrecen todo a precio de remate: antigüedades, ropa, artesanías, libros, música, sombrillas, juguetes... en fin, lo que sea.

El “Septimazo” aún permea en la identidad cultural de los bogotanos. Andar por la Carrera Séptima es entregarse a esa tradición que ha caracterizado a la sociedad desde hace décadas. Bogotano es quien ha recorrido la vastedad de la avenida con “la fe invencible”, para sentir el ritmo incesante de la ciudad, percibir sus particularidades y observar la diversidad de rostros que la habitan. A fin de cuentas, la Séptima es un cuadro de excéntrico caos convergiendo a un orden superior, del que se ha apropiado el imaginario capitalino. Es un consenso: la Séptima, más que una avenida, es un escenario mitológico.

ISSN: 3028-385X

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