La vorágine de la explotación: el legado de la Casa Arana

Foto: Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica

Daniela Muñoz Oza
Universidad Católica de Oriente
Hace muchos inviernos atrás, antes de que el caucho trajera la sombra de muerte a nuestras tierras, vivíamos en paz junto al río Putumayo, rodeados por el verdor de la selva y el susurro de los árboles. Éramos parte de la naturaleza y la tierra nos hablaba en su lengua. Los animales, las plantas y el río nos daban lo que necesitábamos para sobrevivir. No había necesidad de mucho porque lo teníamos todo: la caza, la pesca, la medicina de las hojas y el canto ancestral que nos conectaba con los espíritus de la selva.
Un día del año de 1909, lo recuerdo como si hubiese sido ayer, todo cambió con la llegada de los hombres blancos, de unos hombres que hablaban con palabras extrañas y que venían de muy lejos. Nos miraban y hablaban raro, con una impaciencia que rápidamente parecía disgusto. Pensé, primero, que era falta de familiaridad (la misma que nosotros sentíamos hacia ellos): luego me percaté que era algo distinto, que nunca había visto en otros hombres de la selva, como una incapacidad de vernos como amigos, como una indignidad nuestra para llegar a ser sus amigos.
Traían promesas de riqueza y prosperidad, pero su ambición no conocía límites. No entendíamos su lengua y mucho menos eso que llamaban “riqueza” porque nosotros ya la teníamos pero ellos no la veían. Nos hablaron del caucho, de cómo podíamos obtenerlo de los árboles de la selva y nos ofrecieron “trabajo” en nuestro propio bosque. Era raro oír hablar de “caucho” a secas, una palabra que se convertiría en nuestro propio holocausto.
Pero esos hombres no eran solo visitantes, sino que se apropiaron de todo lo que tocaban. Nos llevaron a sus campamentos, bajo el pretexto de que necesitaban nuestra ayuda para recolectar las lágrimas de los árboles o, como ellos las llamaban, “caucho”. Nos esclavizaron y esclavizaron a los árboles. Nuestros pueblos fueron obligados a trabajar sin descanso, sin comida, sin esperanza. Adquirimos una deuda con ellos por el hecho de ahora ocupar nuestras tierras y trabajarlas. La deuda infinita no se saciaba nunca porque cada nuevo año les debíamos más y más. Con la deuda, aumentaba su impaciencia y su disgusto, se acumulaban las “gracias” que ellos parecían esperar y que nosotros no queríamos expresar. “Ingratos” —nos decían con mucha seguridad.
Nuestras mujeres y niños fueron arrancados de sus hogares. El que nacía ya tenía empeñada la vida a cuenta de las deudas de sus padres. Nuestros ancianos, esos sabios de la selva, murmuraban conjuros con ánimo alarmado y voz temblorosa, presintiendo un vendaval a la distancia. Los vientos anunciaban tormenta, a pesar del cielo todavía claro. Algunos de los ancianos se dejaron morir antes que vivir lo que la selva ya les susurraba al oido; la inocente sorpresa del encuentro con estos hombres daba paso al sufrimiento y el sufrimiento al odio. Mejor morir que odiar. Esa sería tarea de otros.
Cuando no podíamos darles lo que querían, cuando nos negábamos a ceder ante su crueldad, comenzaron a matarnos. Primero fueron unos pocos, pero luego fueron muchos. Los hombres blancos trajeron soldados y, con sus rifles, nuestras tierras se convirtieron en campos de sangre. Nuestras lágrimas no importaban porque eran más valiosas las del caucho. Nos mataban solo por ser nosotros, solo por estar ahí, por vivir de acuerdo con las leyes de la selva. La selva respiraba un olor a sangre, a queroseno y a carne chamuscada del árbol.
Cada corte paralelo dejaba en la corteza una herida que sentíamos como un latigazo en la espalda. Cuando nos obligaban a arrancarle la piel al árbol sentíamos como, al mismo tiempo, nos arrancábamos la nuestra. Desolladores de árboles y de hombres, ese era el yugo de la Casa Arana. Los árboles y los hombres compartíamos el mismo destino: los dos, vivos en el sufrimiento, vivíamos una muerte lenta, la pérdida de la inocencia y de la esperanza. El árbol con su corteza rota respondía con un líquido blanco y lechoso, lágrimas de dolor y perlas de progreso, caucho de exportación.
Un día sin esperanza cualquiera, las aguas del río Putumayo se tiñeron de rojo, como si el río mismo sangrara por nosotros. Los gritos de los caídos resonaban en el viento y los árboles, testigos de nuestra tragedia, parecían inclinar sus ramas en señal de duelo, incapaces de recoger y arreglar los cuerpos. Mis hermanos, mis hermanas, cayeron al suelo, confundidos con las hojas secas con las que el orfebre hace el mundo. La fiebre del caucho, ese veneno que se esparció por la selva, consumió a nuestro pueblo.
Mi pueblo aún vive en los ecos de las historias que se cuentan al caer la noche, en los susurros del viento que atraviesa la selva. Y aunque los hombres blancos nos abandonaron en la profundidad de su alma triste, nuestros espíritus siguen fuertes. El caucho es la última huella de vida en sus máquinas.
No olviden lo que pasó en el Putumayo, hace tantos años. Cuando unos hombres ignorantes y prepotentes quisieron aprender a ser industriales. Aunque el caucho llenó sus bolsillos, el destino de los árboles y el de los indígenas se había entrelazado para siempre, dejando una cicatriz imborrable en la historia de la explotación y erradicación de los pueblos indígenas.