Lienzo en blanco


Isabella Arrubla
Universidad de los Andes
Me preguntaron por el color de tus ojos y no supe qué decirles. Me miraron desconcertados, frunciendo el ceño, intentando comprender por qué las palabras que salen de mi boca suelen ser tan poco precisas y tan muy abstractas. Intenté explicarles que ese tono en específico que portas en lo alto de tu rostro no había sido nombrado aún por los grandes conocedores de ojos en el mundo. Que era tan particular, que generaba tanta inefabilidad, que producía en quienes los veían una sensación de haberse sumergido en un tiempo-espacio tan diferente al real, que ni los más reconocidos científicos habían logrado otorgarle un nombre a esa tonalidad. La tonalidad de los ojos tuyos. Esos que tanto me gustaban y que invocaba desesperada en la noche para conciliar el sueño.
Me preguntaron por el color de tu piel. Esa que era suave y cálida como una brisa de verano, pero a la vez carrasposa y coqueta, como la sabana casanareña en época de sequía en donde todo se agrieta, pero la belleza sigue intacta. Recordé la palma de tus manos y sus callos cuando me hacías cosquillas en la espalda, pero también la lisura de estas cuando me acercabas con ellas a tu boca. El ceño fruncido en mi público volvió a hacerse evidente. ¿Cómo es posible que esta muchacha no recuerde con exactitud a esa persona que por lo visto encarna el amor? Debían pensar.
Me preguntaron entonces por tu boca. Una media luna se pintó en la mía y acto seguido dije: es redonda como una semilla, recta como una callejuela, regordeta como un malvavisco y delgada como una lombriz. La mirada penetrante de mis interlocutores me empezó a inquietar así que decidí ser un poco más precisa. Es una boca que da besos sabor durazno, o es acaso… ¿albaricoque? Quizás son mentolados y con un leve toque a jengibre. O de pronto acaramelados como una de esas mañanas domingueras, o ácidamente refrescantes como una limonada extradulce que se bebe con prisa y pausadamente frente al mar.
Alguien intentó interrumpir mi relato, pero no lo dejé. Supuse que pensó “Caray, esta muchacha es más curiosa que una piedra marina”. Creo que no se equivocaba. Quise hablar más de ti. De cómo te gusta el café en las mañanas, de qué lado duermes, de cómo riegas las plantas y lo último que haces antes de dormir. Quise detallar tus más grandes anhelos y si le pones mantequilla al pan. Sentí que algo hizo corto circuito dentro de mí. No entendía por qué los detalles escaseaban y la sensación de estar flotando en una nube de oxitocinas desaparecía lentamente.
Decidí sumergirme en ese mundo mío en donde solo yo habito, donde los pensamientos se aglutinan de manera incontrolable, donde el amor se somete a una interminable danza de cocción con el dolor, donde los sentidos se exacerban, la razón se refugia y donde la imaginación se confunde, inconfundiblemente, con la realidad…
Intenté recordar los ojos tuyos, el color de tu piel, la textura de tu boca y el sabor de tus besos. Se me vinieron a la mente miles de tonalidades, cientos de caricias, decenas de sabores. Miles, cientos, decenas. ¿Por qué nunca la unidad? ¿Por qué todo era tan anubarrado, tan umami, tan ambiguo, tan todo lo indescifrable y nunca lo deseable? Cerré los ojos con fuerza, a presión, arrugando la nariz, pidiéndole auxilio a gritos a la memoria. Empecé a sentir un leve mareo. Se me nubló la vista, mis extremidades decidieron hacer una siesta, el peso de mi cabeza sobrepasó la capacidad de mi cuerpo para sostenerla y trajo como efecto inmediato una separación de mente y alma que solo aquellos que pasan el umbral logran experimentar. Me fui y volví.
Entendí que no te había conocido aún.



