Los conflictos morales que suscita la profesión jurídica


Sandra Márquez Orozco
Universidad Católica de Oriente
A lo largo del tiempo, los abogados han sido estigmatizados por la manera en que ejercen su profesión en la sociedad, pues, coloquialmente, se les ha reconocido por su sagacidad y estrategia —cualidades que, en ocasiones, pueden ser cuestionables— para desempeñar sus funciones profesionales. Asimismo, el abogado ha sido objeto de críticas por el hecho de defender a criminales. Particularmente, quienes ejercen en el área del derecho penal suelen ser señalados, ya que esta rama regula delitos de gran impacto, como el homicidio, los abusos sexuales y el terrorismo.
Estos señalamientos son recibidos de forma directa y continua en el ejercicio de la profesión, pero no ocurre lo mismo con un médico que salva la vida de un sicario que no logró consumar un atentado; o con un sacerdote que, bajo el secreto de confesión, absuelve de sus pecados a hombres maltratadores. Mientras que el abogado es señalado por ejercer su labor en defensa de una persona con antecedentes criminales, el médico es visto como un profesional neutral cuya única responsabilidad es preservar la vida, sin que se le cuestione moralmente a quién atiende. Del mismo modo, el sacerdote no es criticado por ofrecer absolución a quienes han cometido actos reprobables, bajo la premisa de que su labor es brindar el perdón divino.
Una de las características de los abogados es que su profesión consiste en una práctica pública y competitiva, lo que, en muchas ocasiones, genera conflictos entre la ética personal y profesional. La primera, como la define Anzola Rodríguez (2019), “es el proceso mediante el cual una persona justifica una decisión moral compleja a partir de valores de naturaleza social. La segunda, en cambio, es un conjunto de valores y reglas compartidas que regulan las acciones de los miembros de una profesión” (p.59).
Un claro ejemplo de esta disyuntiva ocurre en casos de delitos de importancia, como el homicidio o el abuso sexual. Un abogado penalista puede encontrarse en la situación de representar a un acusado que ha confesado su crimen en privado, pero que, ante la falta de pruebas contundentes en su contra, tiene la posibilidad de ser absuelto. La ética personal del abogado podría inclinarse hacia la idea de que el acusado merece una condena, pero su deber profesional le impone la obligación de buscar su libertad si la ley lo permite.
Además, en un entorno altamente competitivo, la presión por ganar casos y construir un reconocimiento en el campo laboral también puede hacer que los abogados prioricen estrategias que, aunque sean legales, pueden parecer moralmente cuestionables. Por ejemplo, el uso de testigos falsos o retrasar juicios puede ser visto como una táctica profesional válida, pero desde una perspectiva social podría interpretarse como una maniobra para eludir la justicia.
En definitiva, la abogacía no solo implica el conocimiento de la ley, sino también una constante negociación entre lo que dicta la conciencia individual y lo que exige el ejercicio profesional. Este dilema, lejos de ser exclusivo del derecho, se replica en muchas otras profesiones, pero en el caso de los abogados la exposición pública y el escrutinio social hacen que el debate ético sea aún más intenso y permanente. En la doctrina jurídica el doctor Rodolfo Luis Vigo (2006) afirma: “En el ámbito cultural hemos sido forjados con la idea de que somos juristas, que tenemos que adaptarnos al derecho y que otra cosa es el campo de la moral; sin embargo la moral se ha introducido al derecho, la moral se hace presente en el derecho por vía de los operadores. Dos puntos de contacto muy fuertes. En el derecho se ha introducido la moral, sin duda el hilo de valores, principios y derechos humanos”.
Esta reflexión revela una realidad en el ejercicio del derecho: la imposibilidad de separar completamente la moral de la práctica jurídica. Tradicionalmente, se ha concebido el derecho como un sistema autónomo, regido exclusivamente por normas y procedimientos. Sin embargo, la moral se ha infiltrado en el derecho a través de sus propios operadores, es decir, los abogados, jueces y demás actores del sistema judicial. Aquí surge la pregunta: ¿hasta qué punto debe el abogado limitarse a la aplicación de la norma sin considerar el impacto moral de su actuar? Si el derecho incorpora principios como la dignidad humana y los derechos fundamentales, entonces es evidente que la moral no puede ser ignorada en su aplicación.
Esta disparidad de éticas refleja una percepción social sesgada sobre la función del abogado, a quien se le atribuye, en muchos casos, una complicidad con los actos de su defendido, como si el hecho de asumir su representación implica justificar sus acciones. Se olvida que el derecho a la defensa es un pilar fundamental de cualquier sistema de justicia y que su rol no es encubrir delitos, sino garantizar que toda persona, culpable o inocente, reciba un debido proceso.
Más allá de los prejuicios y cuestionamientos, la abogacía no consiste únicamente en defender a personas, sino en proteger derechos. El verdadero reto de la profesión no solo radica en el conocimiento de la ley, sino en la capacidad de ejercerla con responsabilidad y honestidad, sin perder de vista el impacto humano de cada decisión. Así, el abogado debe encontrar un punto de equilibrio entre su responsabilidad profesional y su conciencia ética, recordando que su labor, más que un acto de conveniencia, es un pilar indispensable para la justicia y la sociedad.
El constante enfrentamiento con estos conflictos morales puede generar un desgaste emocional en los abogados, llevándolos a una crisis ética o incluso a una pérdida de sensibilidad frente a los casos que manejan. En un sistema que prioriza los resultados, muchos profesionales se ven obligados a distanciarse emocionalmente de las decisiones que toman, lo que refuerza la percepción pública de que los abogados actúan sin escrúpulos. Sin embargo, este distanciamiento es, en muchas ocasiones, una estrategia de supervivencia en una profesión cargada de dilemas morales.
Los abogados están sometidos a una serie de códigos y normas que le obligan a ejercer su labor de manera honesta y justa. La presión del sistema judicial, la competitividad entre colegas y la propia naturaleza del derecho lo obligan a centrarse en la técnica jurídica más que en la dimensión moral de los casos que asume. Con el tiempo, esta dinámica puede generar una especie de insensibilización, donde los casos dejan de verse como dilemas humanos y pasan a ser simples retos profesionales y personales. Sin embargo, detrás de cada estrategia legal hay vidas, familias y víctimas cuyos intereses pueden verse afectados, lo que plantea la eterna tensión entre la ética personal y el deber profesional del abogado.
Referencias
Vigo, R. L. (2006). Ética judicial e interpretación jurídica. En Doxa: Cuadernos de Filosofía del Derecho (Núm. 29, pp. 273-294). Recuperado de https://www.cervantesvirtual.com/obra/tica-judicial-e-interpretacin-jurdica-0/
Rodríguez, S. I. A. (2019). ¿QUÉ ES LA ÉTICA PROFESIONAL Y QUÉ JUSTIFICA SU EXISTENCIA? ¿QUÉ LA DIFERENCIA DE LA ÉTICA PERSONAL? In El malestar en la profesión jurídica: Tensiones entre la ética personal y la ética profesional de los abogados (pp. 59–82). Universidad de los Andes, Colombia. http://www.jstor.org/stable/10.7440/j.ctv11vcdj9.6



