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Monserrate... por los siglos de los siglos

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Foto: monserrate.co
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María José Aranguren

Universidad del Rosario

Cuando los primeros indicios de luz rompen el manto nocturno de Bogotá, Monserrate comienza a desperezarse para recibir con beneplácito a los madrugadores caminantes que procuran alcanzar la aurora desde su cumbre. Poco a poco, el cerro va levantando las cortinas del cielo dejando entrever la claridad que empieza a teñir el firmamento de tonos rosados y áureos, anunciando así la llegada de un nuevo día. Vanidoso que es, se perfuma un poco con el rocío del alba, dejando que las gotas de humedad acaricien su piel agreste. Por último, despierta a sus especies de pájaros para que, con cantos claros y juguetones, terminen por sacudir el sueño con su melodía matutina.

 

El cerro, de carismática personalidad, no soporta la soledad y comienza a congregar en su sendero a los primeros visitantes del día, antes de que el sol termine de asomarse completamente en el horizonte. Atento a las figuras que llegan desde todos los rincones de la ciudad, observa minuciosamente a quienes se van acercando, reconociendo en cada paso la determinación de buscar en su altura un momento de tregua, consuelo o inspiración. 

 

He ahí la montaña revelada, grande, colosal, resplandeciente, que no deja de estirarse y se agiganta bajo los dominios del cielo naciente. Cual estrella de Belén, Monserrate se levanta, imponente, como guardián del oriente para guiar hasta el más desorientado de los individuos a la cúpula de su iglesia, blanca y solemne, que enarbola con honor como un faro que lleva su luz.

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Foto: monserrate.co

Además, como fiel cundinamarqués, se cubre sin falta con su ruana frondosa de pinos para hacerle frente a los días helados y desteñidos de la capital. La tela de bosque que lo cobija se despliega elegantemente a lo largo y ancho de su cuerpo, llenándolo de un olor a resina y tierra mojada que se entremezcla con el aire nublado de la mañana. Las flores que brotan pecosas añaden pinceladas de color que destacan sobre el verdor infinito, y los pájaros de múltiples tonalidades terminan por adornar el atuendo que viste la montaña para recibir con su mejor aspecto a quienes se sienten atraídos por su tertulia azul.

 

Entre la espesura de su abrigo se asoma un poco de su piel tallada en piedra, cemento y sudor, que va serpenteando por sus inclinaciones henchida de las pisadas de miles de caminantes que han dejado sus suelas con el pasar de los años. En lo que transcurre el día, grupos de creyentes, algunos descalzos, otros de rodillas, buscan redención en cada una de sus piedras. La procesión de peregrinos fluye sin cesar como un río de cuerpos y almas, recordando a los antiguos caminantes que alguna vez forjaron esta senda.

 

Cuesta arriba, su camino está trazado por desniveles abruptos y escalones de la más rústica naturaleza. A medida que se asciende, la hazaña se torna cada vez más ardua y lenta; el oxígeno comienza a escasear y cada paso exige un mayor esfuerzo, agotando poco a poco los pulmones. Es un desafío que requiere una voluntad de hierro y una paciencia inquebrantable, cuya recompensa espera en la cima con “el cuerpo y la sangre de Jesucristo”.

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Foto: María Fernanda Castellanos

Y es que, tiempo atrás, a Monserrate lo adoctrinaron en la fe católica, igual que a su prima lejana Montserrat, en Cataluña. Fiel creyente, aprendió las oraciones de los monjes que, en sus primeros tiempos, consagraron su altura al servicio divino. Hoy, firme a sus valores cristianos, se une a las plegarias como si pudiera elevar sus voces y hacerlas resonar con más fuerza en los oídos de Dios y de la Virgen. Los feligreses terminaron por ser unos de sus más devotos compañeros, visitándolo fielmente en rol de promeseros.

 

Son tantos y tan variados los amantes de Monserrate que, buscando maneras de acercarse a su cerro adorado, idearon formas de acortar la travesía hasta la cima. Fue así como nació el funicular, máquina que acabó por convertirse en cómplice inseparable del cerro. Monserrate y su teatralidad convirtieron en un maestro de ceremonias al dócil funicular, con el propósito de alargar la anticipación y estirar el suspenso. El vagón atraviesa un túnel que oscurece el panorama, sumergiendo a los pasajeros en un breve paréntesis de penumbra donde solo se escucha el eco del chirrido de los rieles y el leve murmullo de las conversaciones. Una vez se sale del túnel es como si nuevamente se hiciera la luz: la claridad emerge de golpe y, de pronto, se revela la faceta más colonial del cerro, con sus viejas piedras y edificaciones que han resistido el paso del tiempo.

 

Años más tarde trajeron el teleférico, surcando el aire como una mariposa metálica bajo alambres tensados; invención flotante que parecía contradecir la gravedad y desafiar las inclinaciones abruptas de la montaña. La gente se asoma ensimismada por sus ventanas, maravillada por la sensación de volar sobre la selva de concreto, cual  ligereza de los cóndores andinos.

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Foto: Rail South America

Y hablando de regalos, alguna vez un bohemio enamorado, que resultó ser también multimillonario, mandó a traer desde el otro lado del Atlántico un palacio blanco de dos pisos, construido con las más finas maderas y cubierto con pequeños ventanales que siempre andaban empañados por la lluvia. Contrató a un ingeniero que desmanteló la estructura de madera pieza por pieza y las envió en barco desde París hasta Puerto Colombia. Desde allí, las partes se transportaron por el río Magdalena hasta Honda, donde obreros las cargaron a lomo de mula hasta Bogotá. 

 

Cuando falleció aquel hombre excéntrico y acaudalado, la expansión de la carrera séptima amenazó con demoler la majestuosa mansión parisina. Uno de los pretendientes de Monserrate, convencido de que sería una lástima que desapareciera aquella estructura y de que se vería espléndida sobre la punta de la montaña milenaria, propuso regalársela como un detalle de fina coquetería. Mandó a un equipo a desarmar la casa en 33,000 piezas, cuidadosamente marcadas, que fueron transportadas en un desfile de camiones hasta el centro de Bogotá, para luego subirlas en el teleférico hasta aquel rinconcito donde Monserrate la aguardaba con deseo. Hoy, la blanca joya, conocida como Santa Clara, le sirve de escenario a Monserrate para desplegar su talento culinario, el cual constituye uno de sus mayores atributos para conquistar a sus convidados.

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Foto: Vango

No cabe duda de que, bajo otro cielo que no fuera el siniestro cielo de su patria, Monserrate figuraría con mayor frecuencia en páginas de novelas, en versos inspiradores o en los lienzos de los pintores. Pues, a pesar de ser una de las cumbres más miradas, en esta Bogotá incesante que corre y se despista entre la niebla es realmente poco vista. Su presencia a menudo se desvanece, casi olvidada, como un pico más de la interminable Cordillera de los Andes.

 

La visión de la ciudad es espléndida desde esta altura. Es, en el estruendo de sus edificios, buses y avenidas, el asombro de un paisaje ideal para soñadores. Monserrate adecuó un balconcito de piedra al borde del abismo para que los ojos descansen sobre la inmensidad luminosa y se embriaguen de los arreboles que incendian el cielo al atardecer. En lo alto, todo se apacigua: el rumor de la ciudad, el viento oloroso a nubes, el reflejo de inhalar. Basta simplemente con ser. Respirar ese aire puro y ligero, sentir esa punzada maravillosa de estar vivo, oír cómo el cielo va cayendo al ocaso, dejar de pensar, olvidar por un instante que el tiempo transcurre y maravillarse ante el recuadro que Monserrate ha pintado de Bogotá, ciudad vastamente interminable.

 

Llega el crepúsculo con su infinita melancolía. Poco a poco, Monserrate se sume nuevamente en el letargo de la soledad, despidiéndose con ojos llorosos de las mareas de personas que ahora descienden y se dispersan agitadamente por los recovecos bogotanos. No queda más remedio para el cerro que quedarse hablando consigo mismo o con la luna. Quizá, si se esfuerza lo suficiente, logre hacer que su vecina Guadalupe lo escuche discurrir un rato. Se da la bendición, le da un beso de buenas noches a sus pájaros y flores, sabiendo que al día siguiente volverá a despertarse para recibir otra vez el primer rayo de sol, y así por los siglos de los siglos…

ISSN: 3028-385X

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