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Mucho candidato y poca propuesta

Foto: El País
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David Novoa Orjuela

Universidad Nacional de Colombia

La política colombiana vuelve a entrar en ese ciclo repetido que se disfraza de renovación, pero que en realidad se parece más a un mercado donde abundan los vendedores de humo y escasean quienes traen ideas serias. Hoy estamos frente a una carrera presidencial saturada de nombres, banderas y promesas fáciles, pero con un déficit evidente de propuestas estructurales que respondan a las necesidades de un país tan desigual y fracturado como el nuestro.

Cada cuatro años escuchamos lo mismo: candidatos que hablan de “cambiarlo todo”, de “recuperar lo perdido” o de “defender a Colombia de sus enemigos”. El problema es que esas frases rimbombantes no alimentan a nadie, no generan empleo, no fortalecen la justicia y mucho menos construyen confianza ciudadana. Lo que sí logran es emocionar, y ahí está el meollo del asunto: hoy parece que está ganando el populismo y no la sensatez.

El populismo, en todas sus formas, al menos para mí, se alimenta de dos cosas: el malestar social y la necesidad de encontrar un enemigo visible a quien culpar de los problemas. En la derecha, ese enemigo puede ser el comunismo, los sindicatos y, en el caso colombiano, el presidente Petro; en la izquierda, pueden ser los empresarios, la oligarquía, los Estados Unidos y el mismo Uribe.

La estrategia es clara: dividir el país en bandos, generar rabia y vender la idea de que un solo líder carismático puede resolverlo todo. Lo preocupante de esa lógica es que nos encierra a todos en un círculo vicioso de falsas expectativas y frustraciones colectivas.

Y ahí está el punto: en vez de discutir sobre cómo resolver el déficit fiscal, cómo avanzar en una transición energética responsable o cómo garantizar educación y salud de calidad, los candidatos se enfrascan en peleas vacías sobre quién es más patriota, quién se indigna más o quién insulta mejor a su opositor. Eso, para mí, es la prueba de que estamos poniendo las emociones por encima de la razón.

No quiero sonar ingenuo —aunque lo puedo llegar a ser, en ocasiones—. Sé que la política necesita emoción para movilizar. Pero cuando la emoción se convierte en el centro del discurso, lo que obtenemos es un país gobernado a punta de ocurrencias y no de políticas públicas serias. Ya lo hemos visto en la historia: líderes que llegan al poder con discursos vibrantes, que prometen acabar con la corrupción de un plumazo o que aseguran que con voluntad basta para hacer reformas estructurales. La realidad, sin embargo, termina mostrándonos que la improvisación es costosa y que la falta de planeación la termina pagando el ciudadano común.

Hoy Colombia necesita algo distinto: necesita candidatos que se atrevan a hablar con cifras, con planes concretos, con proyecciones a largo plazo, aunque eso no sea tan popular ni dé tantos votos. Es más difícil pararse en una tarima y explicar cómo equilibrar el presupuesto nacional sin sacrificar la inversión social, que lanzar frases vacías como “vamos a acabar con la pobreza en cuatro años”. Pero lo difícil es lo que realmente vale la pena.

 

Por otro lado, lo que más me molesta es que la política se reduzca a una competencia de quién hace el mejor TikTok o quién da la frase más viral para la prensa. La seriedad se está perdiendo y, con ella, la posibilidad de tener un debate nacional que nos ayude a decidir con criterio. Yo no quiero votar por quien mejor actúe en campaña, sino por quien sea capaz de gobernar con responsabilidad, de enfrentar a los poderes que frenan el desarrollo y de convocar a consensos nacionales sin manipular.

Si seguimos permitiendo que el populismo gane terreno, corremos el riesgo de condenarnos a gobiernos débiles, llenos de improvisaciones, que al final no cumplen nada de lo que prometieron. Y lo más triste es que, ante la frustración, el ciudadano común pierde aún más confianza en la democracia, lo que abre la puerta a salidas autoritarias disfrazadas de “necesidad”.

En mi opinión, los colombianos debemos empezar a exigir más y a dejarnos llevar menos por los discursos incendiarios. Dice mi mamá que “nadie conoce mejor su enfermedad que el propio enfermo”, y es justamente por eso que no basta con que un candidato nos haga sentir representados en la rabia; necesitamos que nos represente en la solución. Debemos aprender a mirar más allá de los slogans de campaña y revisar con lupa qué hay detrás de cada promesa. Y, si no hay nada, tener la valentía de no premiar a esos candidatos con nuestro voto.

No niego que la política siempre tendrá algo de espectáculo, pero no podemos permitir que ese espectáculo se trague la esencia de lo que significa elegir a alguien que llevará las riendas del país. Aquí no se trata de elegir al mejor actor, celebridad o popular; se trata de elegir al mejor líder para el país. Y, por ahora, lo que veo es un escenario lleno de actores dispuestos a cualquier papel con tal de ganar.

Colombia no puede seguir desperdiciando elecciones en manos de candidatos que nos venden ilusiones de feria. Necesitamos ser más críticos, más exigentes y conscientes de que los problemas de este país no se resuelven con discursos bonitos ni con videos virales, sino con políticas serias, con equipos técnicos sólidos y con la capacidad real de gobernar.

El populismo puede dar la impresión de que las cosas cambian rápido, pero en realidad nos atrasa, nos divide y nos condena a repetir los mismos errores de siempre. Por eso lo digo con total claridad: si seguimos premiando a los que solo saben agitar las emociones, vamos a seguir teniendo mucho candidato y poca propuesta.

ISSN: 3028-385X

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