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Némesis

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Juan Camilo Echandía

Universidad de los Andes

Cerró la puerta con un golpe fuerte. El espejo que colgaba en una de las paredes del estrecho pasillo se movió sin caer. Todo estaba en silencio. A través de una pequeña ventana se colaba la pálida luz de la calle. Era una noche sin luna. Escuchaba la madera crujir, el viento frío colarse por las hendiduras de las paredes y la ansiosa respiración que ahora, por fin, lo hacía volver sobre sí. Nada alrededor le resultaba familiar. Ni la lámpara de gas que alumbraba lúgubremente, ni las escaleras que partían el pasillo en dos, ni los sonidos huecos de todas las cosas o de las fugaces voces de la calle podían darle indicio de dónde estaba. Su cuerpo parecía haber perdido consistencia, como si él mismo fuera uno de esos vientos que se colaban por todos los rincones. Palpó su cara, buscaba una prueba que lo confirmara entre los vivos, y allí la encontró, fría y esquelética como siempre. “Miguel, ¿dónde te has metido? Miguel, hombre, Miguelito, ¿qué has hecho ahora?”. Le apretaba la garganta una angustia incomprensible, una sombra que actuaba secretamente en su cuerpo. Miró la puerta que había cerrado y le embargó un sentimiento de culpa. “Qué has hecho ahí, Miguel. Otra vez sin memoria, otra vez la culpa sin culpable, otra vez lo de la vez otra, ¿no?, Miguelón”. Miró con más detenimiento, escrutaba cada cosa con celo, pero todo le era enteramente desconocido. “Esta debe ser la puerta del infierno, pero no lleva inscripciones, ni bestias guardianas, ni ángeles malignos, ni nada que me prevenga ni me guié. Así que no, Miguelón, en el infierno no estás”.  Se detuvo un momento a pensar su sospecha, y por más que trató de evitarlo, soltó una estruendosa carcajada. “Ay hombre, ¿la puerta del infierno? Por esa se entra una sola vez. Una puerta por la que ya todos han pasado. Nunca se vuelve a pasar por ella, nunca más entero entero, así como niño, nunca”. Sin aviso, la angustia volvió a caer sobre él, esta vez más profundamente astillada en su carne. Le oprimía una culpa injustificable que, sospechaba, podría esclarecer si cruzaba la puerta. “A ver, Miguel, ábrela”. Así se dijo, pero su cuerpo lo impulsaba en dirección contraria: le temblaba la mano, la respiración ansiosa se convirtió en una enfermiza asfixia asmática, todos sus nervios gritaban desesperados por auxilio, por descanso, por una brevísima paz. “Vamos Miguel, no seas ridículo”, dijo en su último intento por recobrar su humor. “¿Cuántas veces? ¿Cuántas? Todavía te persigue. Miguelito, ay Miguelito, qué patético has sido siempre”. El seco sonido de una puerta al cerrarse lo petrificó. Estaba aterrorizado, no podía entender dónde estaba ni con quién, y ahora sabía que era prisionero en un lugar inhóspito. Sin embargo, un insospechado alivio le vino de aquella certeza. A lo mejor, si era un prisionero, habría una razón, una historia que lo tuviera a él como personaje y a alguien más. Sus dudas se disiparían y la memoria le vendría a prestar cobijo, por incómoda que pudiera llegar a ser.  “Miguelón el prisionero”, rió aliviado y expectante. “¿Quiénes serán tus jueces? Creo que tendrán la cara de tus profesores, siempre falsamente inescrutable, a una distancia que te cuesta creer”. En ese momento se percató por primera vez de cuán precario era su atuendo. Estaba descalzo, llevaba unos amplísimos pantalones de tela, un saco gris con lunares de un color indiscernible y un pesado gorro de lana bien clavado en la testa. Su cuerpo estaba también en un estado lamentable, además de su esquelética cara, a sus pies y manos les cubría una coraza de suciedad. Se percató también de su olor: un rancio y dulzón no sé qué de muerto efluvio. No le molestó su estado. Pensó que sería algo a su favor. “Cuando los jueces sepan cómo te han tenido aquí, que tus penas se han multiplicado, hasta triplicado por el estado animal y miserable con que te guardan, se compadecerán, te disculparán y te mirarán fraternalmente. Sí Miguelón, ya verás como te saldrá de bien este asunto”. Escuchaba pasos en el piso de arriba, voces provenientes del piso de abajo. “Son tus jueces deliberando tu castigo”. Decidió ser paciente, no pensar más en su olvido ni en su extrañamiento. Se acercó al espejo, notó una mesita redonda justo debajo. Sobre ella estaba la lámpara de gas, un arreglo de flores muertas y una vieja fotografía que retrataba a una joven vestida a la victoriana. La tomó con cuidado, con cierta veneración por su antigüedad. Su rostro le era muy familiar, pero no lograba recordar nada. Ningún instante de su vida anterior a este encierro le asociaba con ella, pero el instinto del reconocimiento le martillaba los sesos. Así estaba cuando, de improviso, sintió que la mujer de la fotografía saltó fuera y se confundió con las sombras. Sabía que le acechaba escondida en cada rincón. Cada fibra de su cuerpo se estremeció, el corazón le redoblaba bulliciosamente. En él se despertaron imágenes que le representaban un pasado desconocido, voces que nunca había escuchado le acosaban. Su deletéreo estado impregnó cada cosa, el mundo daba tumbos y saltos, danzaba sin orden, el orden mismo se convirtió en la cosa más extraña, más prohibida. “¡Miguel!”, escuchó aturdido. “¡Miguelito el más maldito! ¡Miguelín! ¡Miguelón el gran matón! ¡Miguel!”. No sabía quién le gritaba, ni desde dónde. El sonido de un vidrio al quebrarse lo sacó de su pesadilla. A sus pies yacía la fotografía rodeada por la aureola de fragmentos vidriosos. No se atrevió a tomar el retrato otra vez, así que lo dejó allí, en medio del pasillo. No podía soportarlo más, tenía que dormir y soñar bien, alejarse por un instante de la penosa vigilia. Se esforzaba por hacerlo, buscaba refugio en unos de los rincones del pasillo, cerraba los ojos, pero los nervios lo mantenían alerta. Cada crujido, cada leve roce, cada sensación le ataban irremediablemente a su presente sombrío. ¿Y si trataba de escapar? ¿Y si forzaba los acontecimientos a su favor? Se interroga si aquello sería posible, pero no sabía cómo. ¿Y después qué haría? “Tendría que ir a casa de mis padres, y seguro que ya no me conocen, tantísimo tiempo que no los veo. Mejor me iría de errante, de asaltador de caminos o saltimbanqui misterioso. Todo lo bajo, eso es lo mejor, lo más noble”. El entusiasmo crecía, un ciego impulso lo llenaba de deseos y valentía. Tenía que escapar, así que lo haría sin importarle nada más. Se dirigió a las escaleras que llevaban al piso de abajo. Las bajaba sigilosamente, cuidándose de no ser advertido por sus guardas. Se detuvo en el rellano y aguzó el oído. No escuchaba nada. Bajó los escalones restantes, se acercó a la puerta y suavemente apoyó el lado izquierdo de su cara sobre la madera. Nada, no había nadie del otro lado. Agarró la manivela, fácilmente se movía hacía abajo. ¡Estaba abierta!  Empujó la puerta, rápidamente pasó al otro lado y la cerró. Al mirar la nueva estancia, advirtió que era idéntica al pasillo de arriba y que en el medio, reflejando la pálida luz de la calle, centelleaban fragmentos de vidrio alrededor de una fotografía.  

ISSN: 3028-385X

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