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Noche sin tregua

Foto: Comisión de la Verdad
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Mariana Lucía Marín Parra

Universidad del Valle

“Tienen tres minutos para irse”, fue lo único que dijo la guerrilla al irrumpir en la plaza principal de Inzá. No hubo necesidad de repetir la orden. Todos salieron corriendo con el peso de la incertidumbre. Cerraron los negocios, apagaron las luces. Algunos se refugiaron en casas ajenas, otros lograron llegar a sus propias viviendas. Los inzaeños sabían que la violencia, esa sombra oscura que por años ha atormentado a Colombia, regresaba como siempre, dejando en sus vidas angustia y dolor.

El municipio de Inzá está ubicado al oriente del departamento del Cauca, entre las montañas de la Cordillera Central. Un territorio habitado por indígenas, campesinos y mestizos, que preservan los saberes ancestrales y las tradiciones culturales. Un pueblo que ha ido creciendo con el tiempo. Conserva su belleza en las casas antiguas de bahareque, y en las calles empedradas que conectan las veredas. En las fincas donde se arrea el ganado y se prepara el café de madrugada. En la neblina que abraza las montañas de un verde profundo, y en las fiestas de San Pedro donde se porta sombrero y se baila el sanjuanero. Pero en medio de su riqueza cultural, Inzá ha sido sacudido históricamente por el conflicto armado. No solo se puede celebrar su belleza si también ha habido sangre y dolor en su historia. Reconocer esta realidad no busca perpetuar la idea de que Inzá es un pueblo violento, sino más bien construir una memoria colectiva crítica que permita empatizar con quienes han padecido la violencia y comprender por qué el pueblo es como es hoy.

El 12 de diciembre de 2001, Inzá reposaba en la alegría que dejaba la feria de fin de año, en el eco lejano de canciones festivas, y en el leve olor a pólvora, fritanga y dulce. Un sol intenso abrazaba las calles.

Stella Parra, una mujer criada orgullosamente en Inzá y que en ese entonces tenía 41 años, trabajaba como secretaria de la CRC (Corporación Autónoma Regional del Cauca). De carácter fuerte y espíritu bondadoso. Cuida sus orquídeas y suculentas así como cuida de los demás, con cariño y sacrificio. Su fortaleza es su mayor virtud, esa que la ha llevado a salir adelante con sus hijas.

Las oficinas de la CRC quedaban alejadas de la plaza principal. Aquel día a las tres de la tarde, ante el frío que se sentía en el trabajo, Stella salió con sus compañeros a comprar algo de comer, aprovechando que había sol. En ese momento vieron pasar un gran camión carpado, con un cargamento muy extraño. Alguien se atrevió a decir: “eso es guerrilla”. Pero nadie le creyó.

El pueblo se veía muy tranquilo y las personas continuaban su día con total normalidad. Pero pasados tres minutos, el tiempo exacto que le tomó al camión llegar a la plaza principal, se escucharon los primeros disparos.

La guerrilla irrumpió en la galería de mercado, ubicada en la plaza principal, y advirtió a la gente que se retirara, porque iban a poner una bomba.

Todos corrían.

Todos se preocupaban.

Todos buscaban refugio.

Stella y sus compañeros regresaron rápidamente a la oficina, y junto a ellos se refugió un policía que iba pasando por ahí en ese momento, aunque estaba vestido de civil. Cerraron las puertas y se escondieron debajo de un mesón de cocina. Todos no cabían ahí pero se acomodaron como pudieron para estar juntos.

El policía no quiso resguardarse, no sabía qué hacer. Caminaba desesperado de un lado a otro, pensando en sus demás compañeros de policía que eran el blanco de ataque de la guerrilla. Él quería salir de la oficina, pero los trabajadores de la CRC no lo dejaron correr ese riesgo. Los disparos eran constantes y el miedo se apoderaba de todos. “¡Mis compañeros, yo cómo hago para ir a ayudarles!”, decía el policía consumido por la angustia e impotencia.

La guerrilla empezó a estallar cilindros bomba. Demasiados. Uno tras otro. Todos dirigidos a la estación de policía que quedaba cerca de la plaza principal. El sonido estrepitoso de  las  explosiones solo hacía pensar en muerte, destrucción, sangre, horror. Las puertas y las ventanas de la CRC vibraban fuertemente. Todos creían que iban a acabar con el pueblo.

Stella no dejaba de pensar en sus pequeñas hijas que habían quedado solas en la casa de una tía. No sabía nada de su familia. El servicio de energía había sido suspendido inmediatamente en todo el pueblo y no había forma de comunicarse. “Se escuchaba la explosión más estruendosa, era como si estuvieran destruyendo el pueblo completamente”, cuenta Stella Parra, que en ese momento solo se aferraba a la misericordia de Dios.

Para sus hijas Eliana y Lorena, que en ese entonces tenían 10 y 14 años, era su primera vez vivenciando una toma guerrillera. Lorena era la mayor. Eliana era un poco más traviesa y juguetona que su hermana. Ellas veían el mundo diferente. Inzá les parecía un pueblo apacible, donde podían andar sin ningún temor. Todo un paraíso. Disfrutaban jugar en la calles corriendo y gritando de emoción, treparse a los árboles para bajar guayabas, ir al parque infantil mientras comían helado. Todo con la convicción de que nada perturbaría su tranquilidad.

Al estar próximas las novenas de navidad, Eliana y Lorena se dirigían a un ensayo que tenían con la banda municipal. Ambas tocaban el clarinete. Pero esa tarde, yendo hacia el salón de música, decidieron parar en la casa de una tía que quedaba cerca de la plaza principal. Allí solo se encontraba Jenny, una prima de su misma edad.

Las tres pequeñas estaban solas en el primer piso de la casa, jugando Solitario Spider en un computador de mesa. En el segundo piso había un taller de soldadura. Fue en ese momento cuando sonaron los primeros disparos, pero no se asustaron porque pensaron que era pólvora.

“Yo nunca había escuchado un disparo. De una vez el dueño del taller del segundo piso bajó las gradas corriendo y nos dijo: ¡se metió la guerrilla! Cogió el uniforme de soldadura y se fue. Yo me quedé pensando, ¿cómo así que se metió la guerrilla? Yo no sabía qué era eso”, recuerda Lorena.

De inmediato se empezó a escuchar una ráfaga intensa de disparos. Jenny y Eliana comenzaron a llorar. Lorena, aunque también quería llorar del miedo, se contuvo para tranquilizar a su hermana y a su prima. Se ubicaron en la habitación central, la que podía ser más segura.

Lorena recuerda que se escuchaba mucha gente afuera de la casa, hablando y gritando. Eran miles de voces. Ella pensó que era la guerrilla, ese nuevo término que apenas estaba empezando a entender. Consumida por el miedo, pero también por la curiosidad, se dirigió hacia una ventana para saber qué estaba pasando. Se trepó a una mesa, asomó discretamente su rostro y quedó asombrada con lo que vio.

“Miré por la parte de arriba de la pared para ver quién era y era la gente. Era la gente así como cuando hay procesión, cuando es la Fiesta del Amo que se ubica toda la gente en los corredores, así era. Mirando para abajo qué era lo que estaba pasando, como si fuera la feria”, cuenta Lorena conservando la expresión de asombro de ese mismo día.

Al ver que la gente estaba tan tranquila, ella pensó que la situación no era tan grave. Así que decidió salir de la casa, para ver si en medio de la multitud se encontraba a su madre. “Cuando estaba cerca de la plaza vi que una persona muy querida en el pueblo —recuerda Lorena—, a pesar de todo lo que pasó, una persona querida, respetada, estaba cargando un cilindro bomba. Él siempre fue informante de la guerrilla. Él apoyaba eso, pero de alguna forma era querido por el pueblo. Esa persona estaba cargando el cilindro y vi que lo metió en ese dispositivo que los hace estallar. Iba con dirección hacia la estación de policía”.

Después de ver esa escena, Lorena se abrió campo entre las personas y corrió rápidamente para la casa de su tía. Cerró la puerta, llegó a la habitación donde estaban Jenny y Eliana, e inmediatamente estalló el cilindro.

Eliana lloraba descontroladamente. Estaba preocupada por su madre y pensaba que a todos los iban a matar. Era difícil comprender por qué su querido pueblo, que siempre había sido de juegos y sonrisas, ahora las hacía vivir desde el miedo, desde la inseguridad, desde la advertencia.

Magnolia Morales es la madre de Jenny, y la tía de Eliana y Lorena. En esa época tenía 35 años y era docente de primaria. Una mujer bondadosa, que cuando se expresa demuestra seriedad y firmeza. Es arriesgada, y con ello ha forjado valentía. El día que ocurrió la toma guerrillera, Magnolia debía reunirse con un compañero de trabajo. Alrededor de las tres de la tarde, mientras se dirigía al encuentro, se topó con el mismo camión de cargamento extraño que había visto Stella. Pero Magnolia no le dio importancia y siguió con su camino.

Al llegar a la casa de su compañero escuchó los primeros disparos. “Mi compañero dijo: ¿y eso qué? ¿Eso es pólvora? Porque había terminado la feria. Yo le dije: no, eso no es pólvora, eso son armas de fuego. Por ahí a los 5 o 10 minutos escuchamos la primera explosión”, cuenta Magnolia, que sabe conservar la calma en situaciones tensas. En ese momento se resguardó en la casa de su compañero, pero estaba preocupada por su hija Jenny, de 10 años, que había quedado sola en la casa. No sabía que Eliana y Lorena llegarían después.

Magnolia estaba sentada en el borde de una silla, con la mirada en el suelo y las manos entrelazadas por la tensión. Su preocupación aumentaba con el sonido de cada disparo. Cuando hubo silencio por un momento, decidió salir para encontrarse con su hija. Sus compañeros intentaron retenerla, advirtiéndole que no se arriesgara. Sin embargo, con la valentía que la caracteriza, Magnolia emprendió el camino hacia su casa.

Cuando logró estar cerca de la plaza principal, se dio cuenta de la misma escena que había visto Lorena: sobre los corredores había algunas personas tranquilas, mirando fijamente hacia la plaza principal. “Pero por qué juegan con la vida, que vayan a protegerse”, pensaba Magnolia, que también pudo ver cómo los guerrilleros organizaban los cilindros para hacerlos estallar.

Magnolia llegó corriendo hasta su casa, sin detenerse en ningún momento. Trató de tranquilizar a su hija Jenny, y a sus sobrinas Eliana y Lorena, que estaban sentadas en un sofá y no paraban de llorar. Al ver a Magnolia, las niñas se sintieron más protegidas.

Al caer la noche, cuando el ataque ya estaba durando alrededor de cuatro horas, apareció el avión fantasma de la Fuerza Aérea Colombiana. En ese momento todo se hizo más intenso: el miedo, la preocupación y el sonido de la guerra. Cada explosión generaba un gran destello que iluminaba las casas y dejaba un zumbido persistente en el ambiente.

En la casa de Magnolia, las ventanas vibraban con tal intensidad que parecía que iban a estallar en cualquier momento. Desesperada y sin intención de pasar la noche allí, Magnolia tomó una decisión: se iría junto a las niñas a la casa de Stella, que quedaba lejos de la plaza principal. Pensó que ahí estarían más seguras.

Magnolia armó una bandera improvisada, amarrando una camiseta blanca en el extremo de un palo de escoba. Era una forma de indicarle al avión fantasma que ellas eran civiles. Les pidió a las niñas que se agarraran fuertemente de las manos y salieron de la casa. Magnolia, con la bandera en alto, miraba hacia todos los lados. Les pedía a las niñas que caminaran lo más rápido que pudieran, mientras cruzaban por los corredores de las casas. “Solo sentíamos miedo porque por un lado eran las bombas de la guerrilla acabando con la estación de policía, y por otro lado el avión fantasma haciendo ráfagas”, recuerda Eliana.

A esa hora, Magnolia y las niñas eran las únicas que caminaban por el pueblo. Al llegar a la casa de Stella, sus tíos y primos las recibieron con un abrazo conmovedor. Fue uno de esos abrazos duraderos que demuestran todo: alivio, satisfacción y agradecimiento porque estaban a salvo.

Eliana no volvió a llorar.

Lorena pensaba en su madre.

Magnolia pudo estar más tranquila.

Llegó la medianoche. Habían pasado diez horas de horror, y nadie había podido descansar. “Toda la noche fue un infierno para nosotros. No voy a olvidar ese suceso porque nunca había sentido tanto miedo en la vida. El ruido de las balas y las explosiones de cilindros es lo peor que uno puede escuchar”, cuenta Eliana, que en ese momento solo pensaba en su madre.

Stella continuaba refugiada en las oficinas de la CRC, preocupada por toda su familia. El olor a humo provocado por las explosiones comenzaba a invadir el lugar. De repente, empezaron a escuchar que por la calle rodaban barriles de metal, sin saber que ahí la guerrilla llevaba gasolina para torturar a los policías.

En aquella época, la estación de policía contaba con una red de túneles que los usaban para resguardarse en los combates. Durante el ataque, la guerrilla arrojó botellas con gasolina encendida para provocar explosiones dentro de los túneles. Muchos de los policías que se encontraban allí sufrieron quemaduras y algunos murieron por asfixia. Las explosiones destruyeron una parte de la galería de mercado y varias casas que quedaban alrededor de la estación de policía.

Cuando estaba amaneciendo, Stella decidió asomarse por la rendija de una ventana. Lo que vio en ese instante nunca lo va a olvidar: “La guerrilla ya se estaba yendo y se reían. Se reían de todo lo que habían hecho, se estaban burlando de todo lo que le había pasado a la policía y a la población”. A Stella la invadió la nostalgia.

A las ocho de la mañana finalizó totalmente el ataque. Después de diecisiete horas, se dejaron de escuchar los disparos y las explosiones. Quedó un silencio intimidante en el pueblo. Minutos después reconectaron el servicio de energía y empezaron a llegar los organismos de socorro.

El panorama en la plaza principal y en la estación de policía era devastador. Se percibía el olor a humo, la calle estaba llena de vidrio, y por todas partes se veían cilindros, escombros y algunas casas destruidas. “Uno veía el cansancio de los militares, algunos llenos de polvo en su cara. Se les notaba la tristeza de ver a sus compañeros muertos, el cansancio se les notaba”, recuerda Magnolia.

Al salir de la oficina, Stella sentía lástima por su pueblo amado. Las calles eran desoladoras. Eliana y Lorena lograron tener su corazón en calma con la llegada de su madre a la casa. Pero Inzá dejó de ser un paraíso para ellas. Aunque el ataque había terminado, retomar la rutina era difícil. Nadie salió ese día. Un miedo constante se quedó en todos.

Los impactos no solo quedan en las calles destruidas o en los muros marcados por las balas, sino también en la memoria colectiva. Todo aquel que llega a Inzá se encuentra con la riqueza del campo, los paisajes de naturaleza infinita y sitios turísticos de encanto. Pero, indeseablemente, siembre habita una sombra oscura y devastadora: la de la violencia.

ISSN: 3028-385X

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