Política, simulación y aburrimiento

Diego Alejandro García
Universidad Nacional
Colombia está copada de penurias. Los titulares rara vez alegran a la nación: corrupción, atentados, adversidades económicas, feminicidios, etc. Al mismo tiempo, la política es un escenario donde lo que prima no es el servicio público, sino la búsqueda de réditos electorales derivados de la bulla.
La infelicidad es el combustible de la oposición y del gobierno; ambos expanden las heridas al repartir culpas y echar discurso; al mismo tiempo, profundizan la úlcera social por medio de la falta de gestión pública que logre cristalizarse en soluciones óptimas al devenir agregado.
Me aventuro a decir que no estamos ante un enfrentamiento tradicional. Así, existen dos frentes políticos completamente inusuales: pues no son ideológicos, sino éticos.
Dado que gobernantes y opositores hacen lo mismo. Lo que tenemos es una dinámica distópica en la que un sector (el virulento) busca utilidad a través del grito, la estigmatización y el insulto —«guerrillero», «nazi», «castrochavista»—, mientras otro sector recurre al uso excesivo de la calma, que infortunadamente no emociona ni un ápice al electorado. La coyuntura política no es de orientación, sino de respeto: un país entre el chirrido y la tibieza; entre el destripe y las ballenas.
Ambos bandos no caen en la cuenta de que se devoran a sí mismos: la derecha destructiva incentiva la estigmatización de la izquierda, mientras que los moderados ‘firmes’ se mofan de los moderados ‘tibios’. Y así, ambos frentes se pegan tiros en el pie con frecuencia.
No obstante, es verosímil argüir que los dirigentes reflejan lo que somos como sociedad y viceversa: el gobierno aprovecha esto al tener cierta fijación con un término, se arguye con severidad que este grupo es principio y fundamento de la política. El presidente razona a la sombra de esta caracterización social y estigmatiza a quienes, según él, no están contenidos en el grupo abstracto que se inventó.
Sin embargo, para que el gobierno tenga una comunicación clara con los gobernados, se debería esclarecer qué es ese tal pueblo. Tal vez a algunos les parezca banal —seguramente el gobierno está entre estos—; sin embargo, si no podemos converger sobre la definición de lo que orienta la formulación de la política y el discurso del ejecutivo, estaríamos parados en un terreno igual de aguado que los discursos presidenciales.
Ahora bien, al responder qué es el pueblo se puede imaginar los infinitos conjuntos que lo componen: ¿todos, los pobres, los hambrientos o los electores del presidente? Se han dado señales que aluden a una intención —tal vez legítima, o no— de incluir en el show a lo que él llama “el pueblo”. Sin embargo, no hemos caído en cuenta de que la inclusión política no debe versar en los mismos métodos de la inclusión que tiene un influencer para con su audiencia.
La idea de televisar consejos de ministros muestra que el presidente entiende por inclusión y reconocimiento político que lo escuchen. Para él, la ‘democratización’ de la política no es escuchar siquiera a sus ministros; él prefiere una democracia exótica y caótica: donde un enviado del cielo ostenta su poder y el resto solo lo acata.
La consecuencia es una política cada vez más cercana al teatro que al debate. El presidente parece convencido de que la gestión pública es televisarse mientras miente, divaga, mientras que junto con su lápiz sin hoja, profiere la ubicua y única verdad. La oposición cree que su ejercicio es el capricho pueril semejante a un niño diciendo «no, y no, y que no, porque no». Y el ‘centro’ dice mucho, tanto que pocos son los que escuchan; lógico, pues el bando “virulento” ha reducido la democracia a simular que se está oyendo. Lo que nos queda es una disyuntiva entre el interés público y el interés del público; lastimosamente, el primero no tiene valía requerida.
El idilio, creo yo, está en que nadie le preste atención a ningún político, que haya una estabilidad en exceso aburrida, que el presidente no sea noticia cada media hora. Me sueño con un país que trate a la política como lo que nunca ha podido ser: gris, aburrida, pero eficaz; no un constante delirio. Puesto que todo, incluso reírnos, después de más de tres años, cansa…