Redes sociales, mercado y vínculos afectivos: dilemas del amor contemporáneo

Foto: GETTY / COLLAGE: BLANCA LÓPEZ

Pedro Alejandro Mojica
Universidad Pedagógica Nacional
Como un efecto residual
Yo siempre tomaré el desvío
Tus ojos nunca mentirán
Pero ese ruido blanco
Es una alarma en mis oídos.
—Soda Stereo
Que la sociedad haya cambiado de manera radical en el último siglo es un hecho que nadie puede negar. Sus transformaciones han alcanzado todos los ámbitos: las relaciones humanas, la cultura, la política y, naturalmente, las tradiciones. En el mundo contemporáneo vivimos rodeados de medios de comunicación que, más que simples canales de información, actúan como arquitectos de la subjetividad, como artesanos de los deseos y productores de percepciones de la realidad. Estos medios, en especial las redes sociales, replican ideologías y esquemas sustentados en el consumo, de modo que la identidad misma se construye en un terreno donde el deseo y el mercado marcan el pulso de la vida cotidiana.
Hace algunas décadas, Ignacio Ramonet hablaba de la “persuasión invisible”: ese poder casi imperceptible de la publicidad, las encuestas y el marketing para domesticar las mentes. Aunque Ramonet hacía referencia a la televisión y la radio del siglo XX, sus reflexiones siguen plenamente vigentes en este inicio del siglo XXI. Hoy, las redes sociales cumplen esa función, solo que de forma más penetrante, más íntima, infiltrándose en cada rincón de la vida privada y moldeando nuevas subjetividades que configuran identidades colectivas y transforman las formas de relacionamiento humano, particularmente las de pareja.
Eva Illouz, en su reflexión sociológica, nos recuerda que al enamorarnos o entristecernos usamos recursos y experiencias que no son enteramente nuestros, sino que provienen de un mundo ya precedido, de un entramado cultural y social en el cual nos insertamos. Es lo que Hannah Arendt advertía al señalar que nacemos en un mundo ya hecho, que nos antecede y nos determina. Así, los sentimientos, lejos de ser únicamente individuales, están mediados por estructuras sociales que les dan forma, los organizan y los orientan. En este tiempo, esas estructuras se sostienen, en gran parte, en las redes sociales, que operan como los nuevos guiones emocionales y afectivos de nuestra época.
De este modo, las redes sociales no solo median las interacciones, sino que también distorsionan las formas de vinculación. En el terreno amoroso, esta distorsión se traduce en vínculos cada vez más marcados por la inmediatez: relaciones que comienzan de forma veloz, se intensifican sin pausas y terminan con la misma rapidez con la que surgieron. La lógica de la posguerra —ese afán por recorrer millas, por reconstruir, por no detenerse y ante todo, hacer todo en el menor tiempo posible— se ha trasladado a la esfera emocional, donde los sentimientos se han transformado en objetos de consumo, experiencias que se buscan, disfrutan y descartan de manera casi que fugaz.
Pero no se trata solo de la fugacidad. En paralelo, las redes han reforzado subjetividades que reeditan viejos roles de género con un disfraz moderno: lo masculino y lo femenino reaparecen bajo etiquetas como “energía masculina” o “energía femenina”, mientras proliferan perfiles que pretenden predecir actitudes y comportamientos amorosos, como si el amor pudiera reducirse a fórmulas o guiones universales. En ese escenario, el bienestar individual se erige como el valor supremo y la huida se presenta como la primera salida ante cualquier dificultad. Como advierte Amartya Sen, el compromiso implica renunciar a la maximización del propio bienestar; sin embargo, en la lógica contemporánea, marcada por discursos de autoayuda y por la promesa del desarrollo personal, el compromiso se convierte en un obstáculo para el goce inmediato. Así, las redes y el mercado nos conducen a un individualismo competitivo que, aunque se presenta como libertad, termina erosionando no solo los vínculos afectivos, sino también el tejido comunitario.
Illouz lo explica con contundencia: en este tiempo, el compromiso se ha metamorfoseado en una especie de libre mercado del placer. El yo se encuentra frente a una sobreabundancia de opciones para satisfacer su deseo, lo cual dificulta construir y sostener proyectos de largo aliento. Como consecuencia, emergen las llamadas relaciones fugaces: comienzan rápido, se intensifican velozmente, se consumen en el placer y la satisfacción inmediata, y terminan antes de consolidarse. El amor, convertido en consumo, se vuelve efímero.
Esta lógica se agrava en un contexto donde la competencia es el principio rector de la vida social. Como en un campo de batalla invisible, los vínculos afectivos se ven atravesados por una guerra emocional no declarada, donde se trata de no salir lastimado y, en ocasiones, de herir primero. El contenido que circula en las redes sociales refleja y alimenta esta dinámica: tutoriales sobre cómo manipular a la pareja, cómo volverse atractivo, cómo cultivar el desapego o, más alarmante aún, cómo diagnosticar trastornos psicológicos sin fundamento profesional. Conceptos clínicos complejos, como el Trastorno Narcisista de la Personalidad, son trivializados y convertidos en armas en esta guerra emocional. Bajo etiquetas como “psicología oscura”, se venden estrategias para controlar o vencer al otro, desplazando al amor y al cuidado en favor de un bienestar individualista que rehúye a cualquier incomodidad. Lo que se pierde, en esta dinámica, es la posibilidad misma de elegir, de comprometerse, de construir.
En esta deriva, el individuo se fragmenta. Absorbido por la lógica del mercado, por la exigencia de competir, de rendir, de ser empresario de sí mismo, se olvida del otro. Las redes sociales dictan estándares de éxito —el “hombre alfa”, la “mujer de alto valor”, los símbolos de prestigio material— que cambian con la velocidad de las modas, empujándonos hacia una carrera sin fin. Cada vez más, nos alejamos del proyecto de comunidad, del proyecto de amor. Tal vez, si Jesús viviera hoy, el mensaje de amor al prójimo se habría convertido en un llamado a la salvación individual, y la multiplicación de panes y peces estaría condicionada por la autopromoción de su predicación en las redes.
Pero, ¿qué ocurre con las relaciones que sí logran comprometerse? Muchas veces, la baja educación emocional, la falta de recursos para gestionar los sentimientos y el desgaste que arrastra la sociedad actual se traducen en vínculos que reflejan la fragilidad de la salud mental colectiva, mostrando nuevamente la desigualdad de clases frente al acceso a una salud mental digna. Michel Foucault hablaba de la sociedad de la vigilancia, organizada bajo la lógica del panóptico. Hoy, este panóptico se materializa en las redes sociales: la última conexión, la confirmación de lectura, las listas musicales compartidas, la ubicación en tiempo real. La pareja se convierte en objeto de control, vigilado y descifrado mediante plataformas digitales que ya no solo comunican, sino que regulan, diagnostican y dictan comportamientos. En esta fase del capitalismo, las emociones no solo se mercantilizan: también se gobiernan.
Bauman lo describió como “amor líquido”: relaciones desechables, vínculos frágiles, sujetos que se mueven de un lazo a otro sin detenerse, sin permanecer. Ante esta realidad, hay dos caminos: adaptarse o resistir. Personalmente, elijo resistir. Resisto a la lógica neoliberal que convierte a las personas en mercancías y a los sentimientos en bienes de consumo. Resisto al ritmo frenético que todo lo acelera y todo lo desecha. Resisto volviendo a mirar al otro, no como competencia ni como espejo de mis carencias, sino como un ser humano digno de ternura y de cuidado.
Resistir es detenerse. Es dejar el celular a un lado para encontrarse con la mirada del otro. Es construir recuerdos en los “no-lugares” y apostar por la paciencia, la dulzura, lo sencillo. Es creer que el amor no debe ser una carrera ni una transacción, sino un tejido de ternura que sostiene tanto al individuo como a la comunidad. Frente al “mercado matrimonial” de Gary Becker, apuesto por vínculos donde el otro no sea mercancía, ni enemigo, ni recurso. Elijo el amor como resistencia: un amor que reconstruya el tejido social, que devuelva la dignidad a la salud mental, que haga posible una ternura compartida.
En definitiva, resistir es recordar que amar no significa consumir, competir ni controlar. Amar es volver a encontrarnos en la vulnerabilidad, en la ternura y en el cuidado mutuo. Amar, en tiempos de individualismo feroz, es un acto profundamente revolucionario, donde el postre al atardecer, la caminata por el parque, compartir la felicidad o el cuidado en los momentos vulnerables conforman una nueva ética de ser humano que se rebela a un nuevo status quo de acabar con el otro.