San Alejo: un museo a cielo abierto

Foto: Patrikalex

María José Aranguren
Universidad del Rosario
En las entrañas del Oriente, en un tiempo tan remoto que no queda hombre que lo confirme, se alzaba un bazar que era a la vez todos los bazares; un mercado inmenso sin principio ni final. En él había toldos ondeantes, inflados por los vientos del desierto, y, bajo ellos, camellos que yacían a la sombra con inmutable calma. Mercaderes que soñaban, y el sueño de los mercaderes con otros bazares levantados en otros desiertos, donde se repetían las mismas voces, los mismos gestos, las mismas negociaciones, idénticas y sin embargo distintas.
Nubes de especias incendiaban el aire en rojos, oros y pardos fulgurosos, y esas mismas especias eran servidas en mesas de califas y sultanes. Lámparas de lustroso cobre, con asas en forma de bestias fantásticas y picos alargados como narices de pájaros, guardaban genios de humo que concedían deseos, y los deseos aún no concedidos reposaban en espera de que algún ingenioso hombre supiera reclamarlos. Alfombras volaban sobre la multitud, levantando mareas de polvo con su aleteo, y la multitud soñaba con volar sobre alfombras, convencida de la magia que las sostenía.
Palomas revoloteaban sobre sacos de granos y cereales, y el rumor de esas alas se multiplicaba en otros tiempos, en otros lugares, en otros cielos. Malabaristas lanzaban al aire antorchas y cuchillos, y cada giro era una copia de los anteriores y de los que vendrían. Serpientes emergían de sus escondrijos al compás de flautas hipnóticas y se enroscaban de nuevo cuando la música se desvanecía. Historias eran ofrecidas por una moneda y esas mismas historias seguían siendo narradas en otras lenguas, en otros lugares, en otros tiempos.

Foto: Santiago Orozco Uribe
Túnicas bordadas con hilos finísimos aguardaban a ser vestidas. Collares pesados tintineaban al tacto con otros collares. Pulseras y anillos repetían en su brillo las manos que los habían llevado. Dagas curvas espejeaban batallas pasadas, mientras jarras contenían el agua del Tigris y el Tigris entero se reducía al volumen de esas jarras. Pigmentos teñían cabellos y sedas. Tapices bordados en mil colores destellaban a la luz. Cofres labrados en marfil y maderas resguardaban tesoros. Amuletos grabados con signos indescifrables se aparecían para luego desvanecerse. Espejos encantados revelaban las verdades más profundas e imposibles. Perfumes de incienso, sándalo y rosa infusionaban el ambiente.
Todo lo visible e invisible obedecía a un designio secreto. Todo estaba allí, en un mismo lugar a merced del público, repitiéndose en el acontecer de los días. Cada objeto era vestigio de una historia, cada historia devolvía el reflejo de otra, y cada reflejo conducía a otro objeto, de modo que el bazar era interminable, un universo sin límites, donde los objetos eran sortilegio y el sortilegio anunciaba el porvenir.
El mercado se expandió, se repitió, se diseminó. Los mismos perfumes viajaron hasta los puertos lejanos, los tapices que habían resplandecido bajo el sol de Oriente brillaron bajo cielos extranjeros, y las túnicas bordadas se confundieron con los atavíos de otros reinos. De las dagas curvas nacieron espadas caballerescas y armaduras. Cada puerto añadió un nuevo sonido a la algarabía, cada ciudad una nueva transacción, cada siglo una repetición distinta del mismo comienzo. Todo confluía en un desbarajuste interminable que se repetía sin cesar, una onda que se propagaba más allá de los días y de las fronteras. El bazar se había expandido a cada esquina del tiempo.

Foto: Santiago Orozco Uribe
Así nació San Alejo, siglos y siglos después, y a miles de kilómetros, cruzando océanos y cordilleras, en un extremo de Bogotá. El mismo mercado halló una nueva versión, una extensión diferente de lo que había sido, pero con la misma obstinación de reunirlo todo en un mismo ámbito. Cada domingo, desde hace décadas, el mercado de pulgas congrega a curiosos y coleccionistas, a errantes y soñadores, a bohemios y nostálgicos, a cazadores de antigüedades y comerciantes ocasionales, a paseantes sin rumbo y a devotos de lo extraordinario, a caminar entre sus puestos, observar con detenimiento lo que se ofrece, negociar precios insuperables, o recurrir al trueque que todavía sobrevive.
Allí se encuentran tesoros insólitos, reliquias improbables, joyas de antaño y fragmentos de memorias dispersas que resurgen en cada objeto. Los transeúntes se pierden en los corredores atiborrados de cofres, cálices y custodias arrancadas a templos, instrumentos astronómicos que señalan constelaciones, candelabros torcidos por el uso, relojes desvencijados cuyo tic-tac aún se escucha. También aparecen artesanías en barro, pipas impregnadas con el olor latente del tabaco, máscaras y antifaces, candiles y lámparas de aceite, cartas del Tarot y estampas de todos los santos.
El mercado se nutre por igual de despojos y de proezas, de baratijas y de reliquias, de lo que la República en su auge y en su desgaste ha dejado en manos de sus habitantes. Un mosaico y un caleidoscopio que se recomponen a cada mirada, donde lo insignificante se transforma en prodigio, y lo prodigioso, al repetirse demasiado, termina por confundirse con lo común. Cada objeto recoge algo que el tiempo parecía haber relegado y lo devuelve, transmutado, a los ojos de los visitantes. Microscopios, lupas, herramientas quirúrgicas, tijeras, máquinas de coser y planchas de hierro conviven con vajillas, copas y cristalería que riela bajo el sol. Más allá se acumulan cadenas doradas y plateadas, llaveros, cascos y medallas de guerra, uniformes desvaídos por el uso, crucifijos ennegrecidos, ángeles de yeso, vírgenes de madera, campanas y pesebres incompletos.

Foto: Santiago Orozco Uribe
Y si de arte se trata, cuadros coloridos y saturados se exhiben junto a retratos anónimos y réplicas de las grandes obras universales: La creación de Adán, La joven de la perla, un Goya más adelante, y, si la vista no lo engaña, un Botero que bien podría confundirse con el original. Fotografías sepia y postales se apilan sobre canastas, junto a cámaras de rollo, lentes antiguos y visores estereoscópicos. Entre ellos reposan cámaras de video, porcelanas delicadas, estatuas de todas las formas imaginables e inimaginables. Un inventario inacabable de arte reducido a la escala de un pasillo cualquiera.
Se trata de un laberinto inagotable, un acertijo a resolver. Quienes entran se quedan atrapados en giros, en la intersección de corredores que parecen multiplicarse y que nunca conducen al mismo sitio, sino a nuevos rincones donde siempre aguarda un hallazgo. Juguetes, caballos de madera, carros en miniatura, muñecas decapitadas y otras que aún conservan sus miembros, estatuillas de Quijotes de triste figura en busca de su Dulcinea. Se ofrecen tinteros, plumas gastadas, libros usados con dedicatorias ajenas, mapas y globos terráqueos. Hay sillas, mesas, maletas de cuero, baúles, alacenas y todo tipo de muebles.

Foto: Santiago Orozco Uribe
Entre el bullicio se entretejen pregones y voces, hasta devenir un rumor homogéneo, un murmullo de fondo que lo colma todo. Algunos puestos venden dulces, obleas, merengues, arepas, empanadas y chorizos; otros reproducen en altavoces boleros, tangos y salsas que embelesan el oído y transportan a otra dimensión. Entre la multitud un escribano, de caligrafía solemne, inventa poemas con su pluma, mientras en el puesto de al lado las teclas de una máquina de escribir repiquetean al contacto con los dedos. Los puestos exhiben cassettes, vinilos, vitrolas aún funcionales, rocolas, amuletos para la buena suerte y la abundancia, piedras naturales de todos los colores, monedas y billetes descontinuados. Todo puede venderse y todo puede comprarse.
Así el día avanza, y la feria se mueve al ritmo incesante de la ciudad. Las sombras diáfanas de la mañana se someten a las del atardecer y se van alargando y oscureciendo paulatinamente sobre los puestos. Los corredores adquieren un fulgor crepuscular, y cada objeto parece encenderse por última vez antes de volver a la penumbra de sus cajas. Al caer la tarde el mercado se desmonta con presteza. Los objetos regresan a sus fundas, los toldos se pliegan, los pasillos se vacían y el parqueadero recobra su desnudez sombría. Sin embargo, el Mercado de Pulgas San Alejo no desaparece, pues cada semana persiste como un museo de rarezas a cielo abierto, como la cronología apócrifa de la humanidad comprimida en unas horas, como un resumen vertiginoso de la evolución de la sociedad; de lo que hemos sido y seguiremos siendo. Cada domingo retorna, repetido y distinto, de forma que lo trivial y lo sagrado, lo efímero y lo eterno, se reconocen bajo un mismo resplandor. Como si Bogotá albergara, en ese costado de la Séptima, un Aleph inadvertido, un punto en el espacio en el que habita todo aquello que vale la pena de verse.