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"Si no salvamos el mundo por lo menos salvamos la poesía": Jotamario Arbeláez

Foto: Hernando Toro
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Juan Nicolás Muñoz

Universidad de los Andes

De Jotamario Arbeláez (Cali, 1940) nada sé, como no sea que lucía, por la época hippie en la que transitaba la calle 32, la de El Templo detrás del Hilton, junto a Leonor Carrasquilla, la “Maga Atlanta”, su amor, una chivera cuyos contornos refulgían al lado de la mandíbula del Patas. El que, diez años antes, emplazado en el atrio de la Catedral de Manizales, neogótica y no neorromántica como la Basílica de la Medellín en que se hicieron lindezas, se arrogó el epíteto de “el Brigitte Bardot de la poesía”: resultó más extremoso que Gonzalo Arango, padre que había sido del nadaísmo, a quien canonizó y reverenció para lo sucesivo, tras el consabido arrogamiento, a riesgo de ajarle la aureola o chantarse encima el sobrepelliz de los monaguillos: así, monaguillos, les decía a los de su ralea Alberto Aguirre, un refunfuñón. Y monaguillo se consideró a sí mismo De la Calle Lombana, quien consiguió la paz de Colombia, que luego le devolvieron. Émulo de Vargas Vila cual buen hijo de rionegrero, timoneó el “nadaísmo caleño” con esa diablesca chivera suya mojándosele entre vasos y vasos y vasos de cubalibre, que bebía con especial delectación, como descosido, porque ¡ay!, al fin no pudo detonar el busto de Efraín y María para sustituirlo por uno de la Bardot. Por eso, y porque en el Santa Librada College los profesores le hicieron perder el bachillerato (sí, sí, sí, “le hicieron”), Gonzalo Arango, leal como el que más, le escribió las siguientes palabras de aliento: “Querido Jotamario: como te dije, el nadaísmo es un honor que mata. Pero si te dejas matar es porque aún no eres nadaísta. Aguanta un poco. Cuando hayas perdido la fe en todo, en ti mismo, en tu fuerza, en la poesía, en la esperanza, incluso en el nadaísmo, y si después de eso sigues vivo, entonces ahí sí, suicídate”. Jotamario obedeció: es el último nadaísta. Entonces lo llamé y juzgué oportuno preguntarle lo que se leerá a continuación.

Pregunta. “Hermano, yo sé que sufres. Por más endemoniadamente llenos de humor que estemos, yo sé que sufres…”, le remachaba a usted Eduardo Escobar en tiempos de la efervescencia juvenil, por allá por el año 67, cuando le quitaron la novia y se le comenzó hacer el pelo. ¿En qué era distinto el sufrimiento de un nadaísta al del resto de los bípedos mortales?

Respuesta. Es que no sufríamos por nuestros dolores o carencias sino por los pesares del mundo, guerras, holocaustos, robo de tierras, hambres, torturas, persecuciones. Mundo al que llegábamos a tratar de redimir, no a través de la lucha armada, sino con el impacto de nuestras denuncias. De vez en cuando nos atacaba un sufrimiento de amor, en el que no creíamos, pero para superarlo buscábamos otro sufrimiento más grande con otra chica. La cornada a la que usted se refiere, o se refería Eduardo —quien por sugerencia del “Profeta” me ofreció su casa como refugio—, me templó para la poesía, y así dejé de emplearla con románticos coqueteos o toqueteos para conquistar examantes futuras, sino para cantar el hirviente fuego presente y despedir con apagados tizones a las que salían en avión de mi cama. 

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Foto: Jotamario Arbeláez y Gonzalo Arango (Bogotá, 1970)

P. ¿Cuánto trecho había entre ser “el más joven gigolo de la poesía colombiana” —como lo llamó su profeta Gonzalo Arango— y, a la vez, el hijo mayor de la familia que don Jesús Arbeláez, su padre, sostenía a punta del oficio de la sastrería?

R. Gigoló porque aspiraba a vivir de las novias mientras adelantaba la obra, ya que condenábamos el trabajo. Pero esas novias tenían que hacer algo para sostenernos mientras nos ocupábamos de la transformación del mundo. Como vimos había quedado mal hecho, nos propusimos acabárnoslo de tirar, a punta de poemas erráticos. Si no salvamos el mundo por lo menos salvamos la poesía. Con la colaboración de las novias en la tiradera. Mientras mi padre cosía los vestidos del cliente yo escribía sobre el tablón de su Singer mis maquinaciones contra el orden del mundo y era grande su complacencia.

P. De ese “redimir a las meseras de los cafés de Cali con poemas de castidad”, práctica suya avalada por Gonzalo Arango, ¿qué queda en el Jotamario Arbeláez de 84 años?

R. Gonzalo lo decía para denunciarme de socialista, como lo era antes de que la nada me abriera el ojo. Y me indicó que habíamos de volvernos antisociales mientras llegaba el socialismo. Ahora están cerrados los bares donde trabajaban esas meseras y murieron los contertulios que les palmeaban las nalgas. Al presente y ante ello he vuelto sobre una hamaca, acompañado de unos buenos vasos de whisky —ya que fumé marihuana hasta que me supo a cacho—, a la lectura del Marqués de Sade, de Henry Miller y de Bukowski.

P. En Cali, donde usted vivía, en contraposición al nadaísmo y por iniciativa de Álvarez Gardeazábal, Andrés Caicedo, Carmiña Navia y otros, surgió el grupo de Los Dialogantes. Abanderaron ellos la “oposición al populismo literario del nadaísmo”. ¿Qué habría resultado del potaje dialogante/nadaísta?

R. Los nadaístas no dialogábamos con ningún movimiento que nos controvirtiera porque aclarábamos que el antinadaísmo estaba en el aire y que nadaísmo y antinadaísmo eran la misma cosa. El aparentemente antinadaísta dialogante Andrés Caicedo, que nos amaba como nosotros a él, resultó ser por su estilo y modo de ser, el nadaísta por excelencia de mostrar de Cali y Colombia, según pude discernir del testimonio de mi novia virtual Rosario Caicedo, con quien juego a ser el Florentino Ariza de Fermina Daza. Fue uno de esos grandes nadaístas que no lo fueron. Como más tarde lo sería, o no sería, Raúl Gómez Jattin.

P. Da cuenta el poema “Venganza China”, de su autoría, de una suerte de cobro de cuentas: los agentes secretos que lo perseguían, las novias que lo abandonaron, la agencia de arrendamiento que pretendió entablarle juicio de lanzamiento [...] los profesores que le hicieron perder el bachillerato, a todos, a todos les fue muy mal, según reza su poema. Entre las desventuras con que corrieron los citados, ¿cuál de todas lo satisfizo más?

R. La del pisaverde que perjudicó a mi hermanita en una piscina y se ahogó en Juanchaco. Y la de los profesores estupefactos viendo mi nombre en el Larousse.

P. Tiene a Fernando Vallejo en el paredón: ¿Prefiere espolvorearle en la cara el minisigüí de la infancia —un dulce en polvo— hasta enceguecerlo o poner la otra mejilla, como sugirió Cristo para estos casos de rivalidad?

R. A Fernando Vallejo sólo lo ataco para seguir su ejemplo de enfrentarse al mundo y sus hijuetantas, contra los presidentes, contra los hipócritas y contra el mismo Cristo, sus papas y sacerdotes. Y no le pongo la otra mejilla porque es capaz de comérsela

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Foto: Carlos Duque

P. ¿Con qué rasero medir el brío de las juventudes de hoy por hoy habiendo pertenecido Jota a la cuadrilla que años ha, encubierta en los confesionarios de la Basílica Metropolitana, ensució, manoseó, escupió y pisoteó las hostias concedidas por Monseñor Tulio Botero y demás clérigos?

R. El sacrilegio en la Catedral Metropolitana de Medellín durante la Santa Misión española en el 9 de julio 1961 ha sido considerado el acto más salvaje y estrepitoso del movimiento para posicionarse como iconoclasta. Pero esta versión ha venido a aclararse. Ya Estanislao Zuleta había denunciado nuestra incongruencia señalando que los poetas del grupo eran en el fondo potenciales creyentes, “porque nadie apuñala una galleta de soda”. Los nadaístas medellinenses, ante la convocatoria de Dariolemos, quien no podía más con el sufrimiento por la condena que ya vivía en la tierra, fueron a oír la música gregoriana y a comulgar con el afán de convertirse luego de tanta escandalera antirreligiosa expresada en los manifiestos. Y no sólo se sintieron conversos sino que acudieron a la comunión redentora, con tan mala suerte que a Dariolemos se le cayó la hostia de la lengua porque la tenía muy seca. Lo que hizo que la feligresía que los conocía por Junín buscara lincharlos de inmediato. Pero monseñor Tulio Botero, arzobispo 5 de Medellín, arrebató al poeta de la turba iracunda y se lo llevó en su Volkswgen, mientras la policía salvaba a otros del linchamiento y a los últimos el ángel de la guarda con seguridad alertados por el Supremo. Pero fueron a la guandoca. Tan pronto el servicio secreto del Vaticano descubrió las verdaderas intenciones místicas de los presuntos sacrílegos, les fue levantada la excomunión impuesta por Roma. Aunque no faltó quien afirmara que fue el padre del nadaísta de Cali Diego León Giraldo, quien era el secretario de Hacienda, quien negociara con el Banco Vaticano el levante de la condenatoria sanción. Pero los nadaístas escarmentados volvieron a su irreverente ateísmo. Doce años más tarde, influido por el amor de una sacerdotisa inglesa y una fuerte dosis de LSD, el profeta Gonzalo Arango se convertiría en lo que siempre fue, en un mesías. A quien la iglesia no quiso canonizar a pesar de que se lo pedí desde el púlpito en la Iglesia de Andes, donde llevamos sus restos, porque ya había otros beatos haciendo turno. Aunque Gonzalo ha hecho más milagros que la madre Laura y el beato Marianito. He seguido sus pasos místicos y ahora me encuentro, a mucho honor, entre las huestes angélicas.

P. Usted confesó querer “ir a esperar la muerte a la sombra de un paraíso” y, con tal fin, se situó en Villa de Leyva: ¿es que estar ávido de habitar pueblecitos paradisíacos acentúa las ganas de vivir, de veras?

R. Vivo en un paraíso de arquitectura mediterránea, en el sitio donde la diosa muisca Bachué comenzó con su hijo a poblar la tierra, con una mujer que es un ángel pues no le quiso hacer caso a la arrastrada serpiente de que nos comiéramos la manzana. Ella vive ahora en el este del paraíso, yo en el oeste, y me tengo que conformar para los rituales eróticos con la culebra de marras que, viéndolo bien, no está nada mal. Me pide que la llame Lilith, como la primera mujer de Adán, y hay que ver el trabajo que me cuesta que se me baje.

P. ¿Qué envidia de las mujeres?

R. Nada. Sólo les deseo lo mejor. Las de la envidia del pene son ellas

ISSN: 3028-385X

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