top of page

Si seguimos así, Petro pone presidente

processed-115157E5-A191-4822-99F1-318EEC

Sebastián Guzmán Muñoz

Universidad del Rosario

Gustavo Petro llegó al poder con una promesa que parecía imposible: gobernar desde la izquierda sin incendiar las instituciones. Era una oportunidad histórica para transformar el país desde la dignidad, la escucha y la justicia social. Y, aunque nunca esperé perfección, sí creí —ingenuamente, tal vez— que esta vez la voz del pueblo sería más que una consigna de campaña.

Gustavo Petro, cuando empezó el 7 de agosto de 2022, nos llenó de alegría. Un gabinete de unidad —con figuras de distintos orígenes ideológicos, algunos incluso impensables en una coalición de izquierda— francamente me dejó perplejo. Porque, por un momento, pareció que había logrado lo imposible: unir al país. En su discurso había reconciliación; en sus gestos, apertura. Por un instante, creímos que Colombia estaba entrando en una nueva página de su historia política.

Hoy, esa esperanza se evapora. El gobierno ha perdido el rumbo entre discursos grandilocuentes, improvisación técnica y una tendencia alarmante a reducir toda crítica a conspiración oligárquica. Petro ha optado por encerrarse en su narrativa, dejando de lado el diálogo, despreciando los matices, creyendo que el país se gobierna desde el balcón de Palacio o desde X, su red social favorita.

Y, sin embargo, si seguimos así, Petro pone presidente.

¿Por qué? Porque del otro lado no hay alternativa clara, coherente ni generosa. La derecha, lejos de reinventarse, sigue prisionera de su arrogancia moral. Personajes como María Fernanda Cabal y Miguel Uribe creen que con discursos de odio y fantasmas del castrochavismo se gana la presidencia. Vicky Dávila, outsider por vocación, juega a candidata sin haber siquiera cruzado la raya del periodismo opinativo. Paloma Valencia se radicaliza para sostenerse en un uribismo cada vez más estrecho. David Luna, tras dejar el Senado con aires de renovación, hoy luce perdido, como si hubiese comprendido —tarde— que fue un error abandonar ese escenario. Y mientras tanto, Oviedo parece más enfocado en chulear cargos que en construir país: cada designación es un escalón más hacia su obsesión presidencial.

Alejandro Gaviria sueña aún con encarnar una tercera vía que hoy, lastimosamente, nadie reclama. Mauricio Cárdenas, con su tecnicismo bien intencionado, cree que la experiencia basta para liderar un país que hoy exige empatía y conexión emocional. Claudia López, rediseñada por publicistas y asesores de imagen, luce desconectada: sus redes sociales se parecen más a un reality show que a una propuesta política seria. Juan Manuel Galán, por su parte, también luce desconectado. Sigue soñando que puede encarnar a su padre, mientras su hermano, con altura, gobierna Bogotá. Uno se concentra en administrar; el otro, en evocar nostalgias. Los Galán deberán organizarse o el electorado los va a castigar.

 

Y Germán Vargas Lleras, quizás el más preparado para gobernar en medio del caos, parece más cerca del retiro que de la candidatura. Su salud, frágil, ha silenciado al único que realmente podría poner orden con autoridad y conocimiento.

Como si fuera poco, aparece en escena una amenaza disfrazada de “ruptura”: Santiago Botero, el nuevo Rodolfo Hernández 2.0, que con lenguaje directo, populista y de “sentido común”, quiere arrasar con el sistema sin entender cómo se construye uno nuevo. Y en medio de todo esto, Sergio Fajardo sigue en su nube. Habla como presidente, actúa como presidente, pero no se ha dado cuenta de que tal vez ya es un proyecto pasado de moda. Su desconexión con las mayorías es total, y su frialdad emocional lo condena a la irrelevancia.

Lizcano, por su parte, camina en la cuerda floja: entre el santismo que lo impulsó y la distancia prudente con Petro, quiere demostrar que puede ganar elecciones como lo hizo en Caldas, donde venció a las estructuras tradicionales. Pero aún le falta cuerpo de nación, relato y partido.

En la izquierda, el panorama es más claro: Bolívar ya se declaró "enamorado" de Petro y recibió el portazo. Quintero, intentando pintarse como progresista, recorre el país con un relato de víctima que no termina de calar. Y hace apenas unas semanas aterrizó quien puede ser la ficha clave —sea o no candidato—: Roy Leonardo Barreras. Regresó de Londres con más ímpetu que nunca, y a más de uno ya le puso los pelos de punta. Sabe cómo moverse, cómo tejer, cómo influir. Y lo más inquietante: siempre cae parado.

Desde entrevistas hasta coqueteos presidenciales, Roy despliega su maquinaria con la astucia del que conoce el juego y no tiene escrúpulos para jugarlo. Su retorno no es una anécdota: es una alerta. Y ya empieza a poner nerviosos a los del centro cuando habla de que el próximo presidente es el que gane la centroizquierda. Un país cansado, confundido y desilusionado puede terminar entregándose a la maquinaria con tal de no enfrentarse al abismo.

Este es el panorama. No es pesimismo, es advertencia. Si la clase política sigue en su juego mezquino de vanidades, si no hay humildad para construir colectivamente, si nadie es capaz de escuchar más que a su propio círculo, Petro pone presidente. No porque su gestión lo merezca, sino porque no hay alternativa.

Colombia no necesita otro redentor, ni un nuevo caudillo con ínfulas de “salvador del pueblo”. Necesita liderazgo humano, cercano, comprometido. Que entienda que gobernar no es adoctrinar, ni humillar, ni dividir. Gobernar es cuidar, construir, escuchar. Si seguimos así —sin autocrítica en la izquierda, sin alma en la derecha, sin madurez en el centro— el próximo presidente lo pone Petro. Y Roy, probablemente, ya esté preparando la silla.

ISSN: 3028-385X

Copyright© 2025 VÍA PÚBLICA

  • Instagram
  • Facebook
  • X
bottom of page