Agosto 2025
Edición N°11
ISSN: 3028-385X
Sobre la mesa


Juan Sebastián Ordóñez
Universidad del Valle
Sentados sobre la mesa de la cocina con las tazas de aguapanela tibias y amargas, escuchando el reloj de la pared. Los pies los llevan descalzos para no ensuciar el mantel tejido. La tarde se había terminado. Regresaban del centro, otra vez al encierro de la vieja casa.
—¿Qué es eso que te atormenta tanto?
—La falta de cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó Julio.
—El dinero, nos hace falta plata.
Los cuadros de los difuntos padres vestidos de boda colgando de una puntilla torcida próxima a caer. Fotografías arruinadas por la humedad. Dibujos creados por Paula, puestos sobre repisas cargadas de polvo y tarros de pintura seca que han muerto con el pasar de los días, los meses, los años.
—Necesitamos más cosas que eso —dijo ella—. Necesitamos plata.
—¿Dónde la conseguimos?
—No sé.
—La comida, nos hace falta verduras, también carne y pollo.
—Pescado —Julio sé mordió un dedo.
—No, eso no. A mí no me gusta el olor del pescado.
Tenían una canasta llena de dulces viejos, vencidos, bombones echados a perder. Moneditas de cien pesos regadas por el suelo. Frutas desechadas, el mango y la papaya. Y un sinfín de periódicos tirados por todas partes.
—Huele a muerto —se quejó Julio.
—Es la nevera.
—¿Se pudrió la carne?
—No, no hay carne. Es el pollo, el de hace tres semanas, no hay agua para lavar la mala sangre que se derramó en los cajones.
—¿Qué pasó con el agua?
—No hay plata para pagar el recibo.
La ropa sucia tirada en las sillas de plástico, con olor a húmedo, mal seco. Las tazas limpias y ordenadas al lado de los platos blancos de porcelana que los padrinos les habían regalado. Paula había colgado una muñeca en la ventana, amarrada del cuello, asfixiándose cada día un poco más.
—¿Qué le pasó a Rosalba? —preguntó ella.
—¿Dónde la vio?
—En el centro, por la galería, acostada en tres cajas de cartón y cobijada con esos trapos que siempre carga, estaba pálida. Estaba dormida, parecía muerta.
—Yo creo que está muerta —respondió Julio.
—¿Y por qué?
—Porque como hace dos días un viejo le pegó en la cabeza con una botella de vidrio, se la rompió de golpe, ella andaba toda mala del totazo y le sangraba la cabeza. Se tapaba con las manos como para detener la hemorragia, pero el chorro se le escurría entre los dedos.
Dos escobas partidas a la mitad reposaban en el baño, una para recoger el comején del techo y la otra para escurrir el estanco de agua postrada llena de zancudos. Una imagen de la virgen sin un brazo, comida por las cucarachas, con un rostro descolorido, casi irreconocible. Un montón de hierbas amarradas con un cordón de zapatos por si alguno de los dos se enferma de gripa o fiebre. Los libros de Julio, con los que daba clases cuando era profesor, guardados en cajas por si algún día lo vuelven a contratar.
—Yo el martes en la noche, cuando fui a buscar la comida, vi que al hijo menor de los Trujillo lo apuñalaron.
—¿A dónde? —preguntó Paula.
—En el semáforo, se acercó a lavar el vidrio de un carro y otro muchacho, más jovencito que él, sacó la navaja del bolsillo y se lo clavó en el estómago.
—¿Y él que hizo?
—Salió corriendo. Yo lo vi como asustado, porque estaba gritando el nombre del papá. Quise seguirlo con la vista hasta que se perdió en la mitad del barrio de los puteaderos.
—¿Ese niño no tiene como catorce años?
—Tiene doce, pero ese es un verraco para trabajar.
Tres recibos en la mesa también, en el medio de los dos, ninguno pago. Dos aspirinas en la mano de Julio para el dolor de cabeza y un micropore a punto de terminar al lado de su dedo lastimado.
—¿Usted pudo recoger algo? —preguntó ella.
—Nada —respondió Julio—. Les di la vuelta a todas las calles, todo lo central. Mamado de ofrecer ese mecato e inventar la historia de que tenía una hija con cáncer.
—¿Y no consiguió nada?
—Ni una moneda. Y eso que cada vez le inventaba más cosas a la historia: decía que era un cáncer de pulmón, después que en la cabeza, hasta en las piernas. La gente me miraba con desprecio y me decía: “Gracias”, y yo pensaba ¿Gracias de qué?
—Ole, es que nadie conmueve el corazón de la gente de esta ciudad. Dios mío. Imagine donde eso fuera real, la hija ya se nos hubiera muerto.
Afuera, un perro flaco amarrado al poste de luz, ladrando con flema, durmiendo bajo la ventana cuando llueve. Unas cortinas feas de baño que funcionaban para cubrir el balcón. Los bombillos quemados, las cobijas rotas, los zapatos sucios.
—Al centro llegó un montón de gente enferma.
—¿Enferma de qué?
—De la cabeza, yo creo —respondió Paula. Se quedó callada un momento, comió queso, continuó hablando—. No saben hablar, balbucean, y hay unos que se ríen solos y corren por toda la carretera.
—¿Y quién los llevó?
—El miércoles un carro grande pasó por la cantina y los tiró en el andén, cómo perros, un señor les dejó unas cobijas en costales y entre ellos, no sé cómo, se repartieron las cosas para poder dormir. Hay uno que se escapó. La última vez que lo vi estaba orinando en una pared y después de eso se fue corriendo y no volvió.
Las aguapanelas frías, sin azúcar, sin panela, sin agua. Una chicharra que llora, un grillo arriba del techo. Tres cucarachas pasan por la biblioteca de la sala, en fila, se lanzan por la ventana para suicidarse.
—¿Usted se ha puesto a pensar en cómo sería la vida sin estas amarguras?
—Sería buena —dice él.
—Sería normal —contesta ella.
—A mí me gusta la vida que tenemos.
—¿Por qué?
Hasta ese momento se enteran que el mantel está manchado de parafina, arruinado por el esmalte, casi desechable. Las sandalias de Paula tiradas cerca a la puerta de la habitación principal, donde la cama está desatendida, arruinada por el calor de la calle. Y no han limpiado la mancha de pintura roja cuando intentaron remodelar el techo.
—La hija de Piedad está embarazada.
—¿De quién?
—No se sabe.
—¿Ese no es el tercer hijo? —se sorprendió Julio.
—El cuarto, porque el otro que iba a tener lo perdió, el problema está en que esa muchacha no se cuida.
—¿Por qué? ¿Qué le pasó?
—Pues se mantiene borracha por ahí. Uno llega y lo primero que ve es a ella con esa barriga pequeña que tiene, tirada sobre un andén dormida y con un caneco en la mano.
—Por eso es que pierde a los hijos —argumentó él.
—No señor, el otro que iba a tener lo perdió porque se cayó bajando las escaleras del mercado.
Una foto de la sobrina, esa que nunca conocieron en persona. Labial y maquillaje en la mesa de centro de la sala, ordenado por tamaño, algunos casi nuevos. El balón de fútbol sobre el asiento, frente al televisor roto, embarrado desde el último partido. Y en una puntilla de la pared Julio colgó los tacones altos de su mujer.
—¿Usted trabaja hoy? —le preguntó él.
—Sí, en la noche, comienzo a las nueve.
—¿Hasta qué horas?
—Don Fernando me dijo que hoy se trabajaba hasta el mediodía, más de la jornada completa, porque era festivo y había más gente.
—¿Entonces de pronto le pagan más?
—Sí —respondió Paula.
—Bueno, con eso pagamos lo del agua y compramos una libra de arroz.
—Yo también quiero comprarle unas flores a mi mamá.
—¿Para decorarle la tumba?
—Sí. Es que estos días he estado soñando con ella —confesó Paula.
La radio nueva de pilas apagada desde el día en que la emisora favorita de los dos cerró y dejó de poner música. Un abrigo de lana viejo tirado en el suelo, todavía con el aroma a licor, esperando la noche helada.
—Yo le quiero preguntar algo ¿Sí?
—A ver, dígame.
—¿Usted no se enamora de esos hombres con los que está? —preguntó con mucha vergüenza Julio.
—¿De esa gente? No, jamás, qué miedo.
—¿Y le gusta lo que hace?
—No, pero qué le podemos hacer, es eso o morirnos de hambre y la verdad es que a mí me gusta comer.
El teléfono de Paula en el bolsillo del pantalón, el que Julio le regaló de cumpleaños, suena para confirmar su pronta salida.
—A mí algún día me matan —dijo ella. Sin tartamudear, delineándose los ojos.
—¿A usted por qué la van a matar?
—Un día de estos a uno de esos hombres les da rabia conmigo y me dan un mal golpe y ahí quedo.
—No diga eso.
—Igualmente, si la muerte quiere llegar que llegue que yo no le tengo miedo. Un día de estos nos toca a nosotros.
—Pues ojalá en muchos años.
Se llevó a la boca el último bocado de queso.
—Hoy me toca en la esquina del supermercado.
—¿Sola?
—No, con una nueva, hay una niña que necesita la plata para ayudar a mantener a la mamá. Comenzó la semana pasada y hoy me toca a mí cuidarla.
—Mucho ojo, no se vaya a confiar —le advierte él.
Se cae una cuchara, la de Julio, y se dobla por la mitad.
—Ya me voy.
—Bueno, se me acerca a la cama cuando llegue.
—Bueno. Si no llego en todo el día no se vaya a asustar ¿oyó? De pronto es que pasa algo con alguien que no quiere pagar, pero no se vaya a aparecer por allá.
—Sí, yo ya sé.
—Chao.
Cuando Paula sale por la puerta, la puntilla de la pared se quiebra y deja caer la fotografía de los padres.