Agosto 2025
Edición N°11
ISSN: 3028-385X
Todo bien, todo Polombia:
Manual para parecer gente de bien

Participantes de La casa de los Famosos. Foto: Canal RCN

María Fernanda Puentes
Corporación Universitaria Minuto de Dios
Nota del autor: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia... o pura Colombia con P mayúscula. Este texto no pretende señalar a nadie, excepto a todos. Porque en esta tierra de santos, memes y circo, ya no se sabe si lloramos por rabia, por vergüenza o porque el algoritmo nos lo sugirió. Si al leer esto siente incomodidad, dolor o le parece exagerado… no se preocupe: es normal. Es que en Polombia, todo está bien... aunque todo esté mal.
Polombia, donde lo absurdo es ley, el show es doctrina y la compasión es un lujo que pocos pueden permitirse. Aquí no se nace, se sobrevive. El país se sostiene con fe ciega, memes, realities, panes recalentados, bienestarina y el eterno anhelo de que todo mejore mientras se aplaude la decadencia desde una silla plástica.
Mientras tanto, el pueblo trabajador madruga con dignidad para volver a casa cansado, con un sueldo de miseria, pero con el corazón lleno de esperanza. ¿Esperanza de qué? De que algo cambie, aunque sea en la próxima temporada de La Casa de los Famosos, porque si algo une a Polombia es su capacidad de llorar por la expulsión de una influencer mientras ignora el genocidio en Palestina o la masacre en sus propias calles.
La empatía aquí se negocia al menudeo: es más fácil sentir dolor por una ruptura amorosa viral que por los niños palestinos que mueren de hambre bajo los escombros. Más de 60.000 muertos, 12.000 niños desnutridos, orfanatos improvisados entre ruinas y escuelas bombardeadas, pero nada tan conmovedor como el llanto de una celebridad en horario estelar. Porque en Polombia, el algoritmo decide qué vale la pena sentir.
Y en medio del desastre global, ¿cómo no iba a haber un capítulo local? El caso del “autoatentado” fue un reality en sí mismo: una narrativa cocinada con los ingredientes favoritos del poder —un poco de sangre, un poco de miedo, muchas cámaras y balas— todo para acaparar la atención. El círculo de manipulación funciona así: políticos, medios y redes se abrazan como viejos amigos que saben jugar al olvido. Y la gente, entre indignada y distraída, cae otra vez en el juego.
¿Que un ex mandatario acaba de ser condenado… o casi? No importa, porque lo que importa es que el mayor crimen fue que alguien se atrevió a decirlo en voz alta. El juicio se convierte en un espectáculo circense donde todos pagan la entrada con su incredulidad. Se llama libertad, aunque en realidad es solo otro show para distraernos mientras seguimos siendo borregos.
Y por si fuera poco, cuando alguien se atreve a poner el corazón en la mano y decir "esto está mal", le llueven burlas, insultos y descalificaciones. Porque aquí el que piensa incomoda, y el que cuestiona es un amargado. Porque aquí la imaginación murió ahogada entre trinos de odio y risas huecas.
Mientras Gaza se desangra y el país se cansa de buscar justicia, la gente de bien en Polombia se indigna por una camiseta, por la inclusión, por un comentario mal dicho en un show o por solo tener una idea diferente. No por los cuerpos enterrados sin nombre, ni por los jóvenes asesinados por protestar, ni por las madres de Soacha. Aquí, la dignidad tiene estrato y carece de Sisben. La compasión se reparte según cuántos seguidores tenga la víctima.
Y es que la verdadera enfermedad de Polombia no es la corrupción ni la violencia, es la indiferencia selectiva. Esa que permite que seamos más vehementes defendiendo a nuestro equipo de fútbol que a nuestros desaparecidos. Esa que permite que los realities definan nuestra agenda emocional. Nos volvemos expertos en debates vacíos mientras ignoramos lo esencial: que hay personas muriendo de hambre, que nos siguen robando, que la justicia es una simulación y que la libertad sigue siendo privilegio de unos pocos.
Nos enseñaron que el vivo vive del bobo, y nos gustó tanto esa frase que ahora vivimos para ser el más vivo, aunque eso implique burlarnos del cadáver del otro. Pero el verdadero acto de rebeldía en Polombia es mirar al otro, pensarlo, sentirlo, ayudarlo. No con lástima, sino con humanidad. Porque pensar en el otro es un gesto revolucionario cuando todo el sistema te grita que solo pienses en ti.
No pedimos que seas de izquierda o de derecha. Pedimos que seas humano. Que llores por un niño muerto en Gaza con la misma fuerza con la que celebras el amor de dos celebridades encerradas en una casa. Que entiendas que exigir justicia no es una moda, es un deber. Que dejar de consumir basura emocional es un acto de revolución.
En Polombia, la guerra es contra la conciencia. Si no reaccionamos, seguiremos atrapados en un país donde los debates más profundos ocurren en prime time y la empatía es tan volátil como el rating. Donde se puede ser víctima o villano según la edición del programa, y donde la vida vale menos que un hashtag.
No se trata de apagar el televisor. Se trata de encender la conciencia. Porque mientras más nos entretienen, más nos arrebatan.
Y ya va siendo hora de cambiar el canal.