top of page

¿Tú también, hijo mío?

Foto: IA
Germán Ayala.JPG

Germán David Ayala

Universitaria Augustiniana

Jiménez era el apellido de su madre, porque el padre desapareció justo el día en que el teniente Alejandro había nacido. Él estaba seguro, sin haberle preguntado a su madre y sin que ella se lo dijera, que había sido por miedo o irresponsabilidad o ambas. Y, como es común, fue algo que quedó allí guardado, cubierto con el velo del olvido, ocultando un sentimiento latente que algún día tendría que salir. Doña Helena crió de la mejor manera que pudo a su hijo; y se le rompió el corazón cuando él le dijo que quería ser policía. Su deseo era evidente. ¿Qué otro rumbo se podía trazar el niño que no dudó en empujar por la escalera a un compañero por haber tratado de ver bajo la falda de una niña, que era el mismo que intimidaba a los que le robaban las onces a los demás?

Esa noche había decidido salir a patrullar el cuadrante un rato. Cuando se puso el casco notó un tizne peculiar, como un polvillo cobrizo, pero solo lo sacudió y prosiguió.

—Oiga, Flores, debería empezar por el caño y después vamos viendo entre cuadras qué pasa, ¿sí?

—Listo mi teniente.

—Usted ha visto cómo están de rebotados esos desechables.

—… —calló mientras desaprobaba con la mirada.

Había una hermosa luna llena que iluminaba la vida de aquellos que por techo tenían aleros, puentes o el desnudo y profundo firmamento, y que por lecho tenían un cartón o pavimento. Ella pareció alertar a la comunidad de los del caño para que se refugiaran sin encender fuego. Ella les brindaría calor.

Jiménez y Flores pasaron dos y tres veces por el dichoso caño, pero no había ningún movimiento que los pusiera en guardia o los alertara para entrar e indagar y ocupar con su autoridad el espacio. Entonces pensaron en suspender el patrullaje.

—Flores, como que los espantamos. Hasta mejor. Ya la gente va a estar más tranquila, ¿no cree?: los niños sin miedo, las señoras cómodas; y pues a uno no le toca levantar a nadie, ¿cierto?

—Pues mi teniente, yo creo… —y pausó para calcular la palabra— creo que usted tiene razón en eso de que no vamos a levantar a nadie. Demás que eso ni es función nuestra.

—Ja —espetó con fuerza—. ¡Claro que es nuestra función! A nosotros nos toca levantar a cualquiera que se las dé de muy malandro y vaya a fregarle la vida a la gente.

—Pues sí, ¿no?... —dijo resignado y sin fe, como para salir del paso.

—Venga, usted debería ir al chucito ese de doña Gladis y esperarme allá mientras yo echo un ojo por las cuadras.

—Como diga, mi teniente. ¿Usted se queda con la moto?

—Sí—. Y añadió: —Me va pidiendo una Coca-Cola y una arepa rellena.

Dividieron los caminos. Jiménez siguió por la calle 13 B y saludó a don Raúl, que estaba guardando su taxi. Después pasó a la 13 C y allí no halló nada. Cuando iba encontrando la carrera oyó que por la calle siguiente una muchacha gritó. Aceleró y llegó al instante para ver la escena que produjo el grito: un hombre de cabello gris ceniza y vestido de harapos que estaba aturdido en el piso con una cartera color miel en su mano derecha.

—Qué pena con usted, señor ag….

—No señorita —la interrumpió—, para eso estamos—. Respiró y amplió el diafragma. —¿Y el señor no se piensa parar de ahí?

—Señor agente —retomó la muchacha —, fue un terrible mal entendido. El señor venía caminando y al tropezar se enredó con mi bolso.

—Señorita, este tipo de… porquerías siempre usan esa jugadita —dijo mientras le arrancaba el bolso al hombre—. Tome, siga su camino que ahora me encargo yo. Lo llevamos a la estación y listo.

—Gracias señor agente —dijo la muchacha con un dejo de miedo en su voz. Y se fue.

Quedaron solos el poste, Jiménez y el hombre, que no había podido ponerse en pie. Se había raspado un codo y se alcanzaba a percibir una osamenta cansada y cascada por la vida.

—Oiga, desechable asqueroso —lo pateó— párese de ahí.

—…

El hombre solo volvió la mirada al teniente. Sus ojos azules, claros y opacos le clamaron piedad. En el reflejo de su pupila se vio cómo la luna cubría su faz para no ver lo que iba a suceder.

—Todos son iguales, ¿no? —habló mientras le apuntaba el siguiente puntapié justo en el abdomen—. Una parranda de desadaptados: ladrones, mañosos y aprovechados. ¡Que se pare, le dije!

—No puedo —alcanzó a decir antes de perder el aire con la patada.

Abrió la boca como quien grita al descubrir un dolor del alma hecho carne, en el cuerpo; pero fue un grito silente, ahogado. La imagen de una boca casi desierta, poblada por un par de premolares y algunas muelas, de la piel ajada y percudida que se transfiguraba por el dolor dilataron el odio en las pupilas del teniente.

Se quitó los guantes, el casco y la chaqueta y se abalanzó sobre el hombre. Lo iba a “levantar”, como él mismo decía. Cumplía con su deber. Pero el indefenso y lánguido cuerpo de aquel viejo no podía despegarse del andén y la calle. Entonces el teniente apretó el puño y se lo incrustó con vehemencia en la mejilla izquierda. Al contacto saltó uno de los premolares (un inquilino menos), y Jiménez sintió asco y tuvo una ligera arcada que contuvo. La sangre que entrapó la sucia barba gris se secó de una forma extraña: parecía tender a aclararse, a tomar un color tumbaga que luego, de repente, se escapaba para ser más oscuro que el rojo profundo de la sangre coagulada, para ser negro, como el negro de una noche en marte.

—¡Qué porquería este gamín! —afirmó con desprecio, tomando la decisión de patearlo hasta lavarse el odio.

A pesar del esfuerzo que hacía, la luna no pudo dejar de ver la tortura. Se había cubierto con todas las nubes de Bogotá, tanto que parecía que iba a llover. Lo único que alumbraba la cuadra era la luz que coronaba el poste.

El teniente parecía estar drogado o en trance. Estaba completamente fuera de control. Era una descarga de energía como nunca se había visto, ni en el fútbol. De repente reparaba en la opacidad de aquellos ojos y los odiaba más. Con cada golpe, del hombre iban desprendiéndose unas luciérnagas casi extintas que brillaban con una luz verde como la de los ojos de Alejandro. Y así se deshicieron los harapos que cubrían el cuerpo de aquel anciano vestido de sudadera y con una lista de compras que apretaba en su puño izquierdo (“pañales de varias marcas etapa cero, tres chupos diferentes para biberón, una muda de ropa…”).

En la enésima patada, el hombre pareció elevarse algunos centímetros del suelo, rebotó contra el poste y la luz parpadeó. Las tenues luciérnagas cayeron muertas al instante. Tres patadas más. Se acabó el impulso. El viejo yacía boca arriba y respiraba con dificultad: tenía un pulmón colapsado. Por un instante su rostro se iluminó y en una cicatriz que tenía en la frente se dibujó un nombre y soltó con tristeza su puño izquierdo. La opacidad de aquellos azules ojos se interrumpió con el barniz de dos amargas lágrimas que inundaron las grietas que el tiempo, el olvido y la calle trazaron en su piel. El bombillo estalló y al instante el hombre expiró:

—¿Tú también, hijo mío?

ISSN: 3028-385X

Copyright© 2025 VÍA PÚBLICA

  • Instagram
  • Facebook
  • X
bottom of page