Un parque al alcance de los niños

Foto: Juan Tomás Olmos

María José Aranguren
Universidad del Rosario
Pasando por la carrera séptima, justo en donde se ubica el Parque Nacional Olaya Herrera, se vislumbra un cúmulo de carpas levantadas de manera recursiva a partir de retazos de troncos, polisombras y algunas cobijas. Una gruesa capa de humo reviste el ambiente de un olor intenso a madera, proveniente de las múltiples fogatas activas. En medio de los árboles, cuerdas que cumplen la función de tendederos exhiben prendas de todos los colores y tamaños. Lo que en algún momento fue un extenso jardín se convirtió en un paisaje lleno de baldes, ollas regadas, botellas de detergente vacías y juguetes que se han ido acumulando con el pasar del tiempo.

Foto: Juan Tomás Olmos
Los miembros de la comunidad indígena Emberá Katío volvieron en diciembre a Bogotá, impulsados por la urgencia de huir de los infortunios que se viven en su territorio, el Resguardo del Alto Andágueda, en Chocó. El espacio levantado improvisadamente en el parque reúne la memoria silente de un pueblo cuyo mosaico de voces narra historias de desplazamiento. La violencia y el olvido empujaron a los indígenas a emprender nuevamente el camino que conduce del verde campo al gris citadino, para exigir el cumplimiento de las promesas que distintos gobiernos les han hecho durante años. A este éxodo lo preceden doce intentos fracasados de retorno al lugar que consideran su verdadero hogar. La esperanza de un retorno definitivo sigue siendo el motor principal que los moviliza hacia la ciudad.
Fabio Arias Estévez, uno de los más de 375 indígenas migrantes, llegó al Parque Nacional con su familia porque la situación en el territorio se puso demasiado complicada. "Vinimos desplazados por el conflicto armado. Ya van seis meses que llevo acá en el parque y el Gobierno Nacional no nos ha cumplido nada. Nosotros queremos un plan retorno al territorio con garantías dignas de vivienda, educación, salud y proyectos productivos". Cuenta que desde el Alto Andágueda caminó 6 horas a Conondó y luego 3 más a Pueblo Rico. De ahí cogió un bus a Pereira y luego otro hasta Bogotá. "En total fueron 18 horas para llegar al Parque Nacional".
Del verde campo al gris citadino
En las profundidades de la Cordillera Occidental, donde el rumor del río Andágueda se mezcla con el abrazo de las montañas y la bruma entre los árboles, se encuentra el Resguardo Tahami del Alto Andágueda en el municipio de Bagadó. El territorio es una de las zonas rurales más alejadas del país; el viaje al Resguardo desde el centro poblado más cercano puede tomar hasta 10 horas a pie. En época de lluvias, los ríos caudalosos tornan intransitables las precarias trochas de tierra, aislando aún más a la comunidad. A pesar de la riqueza natural con la que cuenta, las sombras de la violencia y falta de condiciones dignas definen la vida en esta zona. La presencia de grupos armados, el difícil acceso a servicios básicos y la explotación ilegal del oro, perturban la tranquilidad de la comunidad, obligándola a irse en búsqueda de un mínimo sosiego.

Foto: Juan Tomás Olmos
Para Nelson Murri, autoridad en el Parque Nacional y miembro de la Asociación de Cabildos Indígenas por Colombia, la ciudad los recibió con un vendaval de luces e insólitos ruidos. El choque cultural fue absolutamente abrumador. “Allá era finca propia, sembrábamos plátano, papa, yuca, maíz y además pescábamos. Trabajábamos de lunes a viernes contentos y manteníamos a nuestras familias bien. Pero aquí en la ciudad es demasiado difícil y horrible. No hay en dónde trabajar ni tantas cosas por hacer. No tenemos nada para vender y pasamos hambre. Esperamos todos los días poder llegar a una solución para volver".
La comunidad se siente desorientada en medio de un laberinto de incertidumbre y caos que parece no tener desenlace. Cada mirada por parte de los ciudadanos es un recordatorio de que están lejos de su hogar y que el camino de regreso parece más lejano que nunca. Asentarse en el Parque Nacional fue una estrategia para que el Gobierno y el Distrito dejen de ignorar sus exigencias. Además, en comparación con los albergues temporales que les han ofrecido, en el parque cuentan con más espacio.
Miramos el mundo una sola vez
A María Flor, una pequeña de seis años, le fascina recorrer los senderos del parque montada sobre una maleta de ruedas que su hermano Efraín jala vigorosamente. Sube a su carruaje expectante de lugares emocionantes para deslizarse, mientras Efraín espera impaciente el momento de cambiar de roles. María saluda con gracia a los transeúntes que cruzan por su camino, pero cuando los brazos de Efraín se cansan, no le gusta turnarse el puesto de pasajera y sale corriendo entre risas pícaras con la maleta en búsqueda de otro corcel que la pasee un rato más por su reino mágico.

Foto: Juan Tomás Olmos
Por otro lado, están Wilmar y Arcelio que, llenos de destreza e ingenio, logran organizar un partido de microfútbol con otros dos compañeros. A ellos les gustaría hacer uso de las canchas que se encuentran en el parque, pero la administración del lugar no se los permite. Ante la negativa, convierten la fuente vacía frente a la estatua del expresidente Olaya en su propio estadio, en el que una botella hace las veces de balón y cada gol se celebra como si estuvieran en la final del mundial.
Jhon y sus amigos andan en una cuatrimoto hecha a su medida y a punto de desbaratarse. Él le pide a Otto y a los demás que empujen el vehículo, mientras intenta ponerse de pie para disfrutar de la adrenalina y la frescura del viento que trae consigo usar el inestable cacharro como una tabla de surf. Cuando las ruedas se sueltan, el juego se convierte en la competencia de quién es capaz de atraparlas primero para quedarse con la oportunidad de ser el nuevo conductor.

Foto: Juan Tomás Olmos
En otra parte están Ana y Yuli batiendo una larga cuerda mientras cantan “Osito, osito mira al cielo. Osito, osito toca el suelo”. Los demás niños esperan el momento perfecto para abalanzarse a la cuerda y comenzar a acumular el mayor número de saltos posible. Cuando alguno se tropieza, ya sea por error de Yuli y Ana o por falta de coordinación, cabizbajo se retira al final de la fila para permitirle al siguiente intentar romper el récord de saltos.
Los niños, si no salen con sus madres a trabajar, pasan sus días transformando en juguetes cualquier cosa que encuentran a su paso. No se preocupan por los problemas que afronta su comunidad, sino que enfocan sus sentidos y su imaginación en la conquista de esta ciudad intrigante.

Foto: Juan Tomás Olmos
En las orillas de la quebrada del río Arzobispo encuentran diversión a la hora de bañarse. Muertos de la risa se sumergen en el río sin saber que esto los expone no solo al agua contaminada, sino también a la mirada de cientos de personas que transcurren por las instalaciones del parque. Sus diminutas figuras resultan casi imperceptibles para los carros que van bajando desde la Avenida Circunvalar. En bandas de cinco, juegan a ser agentes de tránsito e indican a los conductores que se detengan para que ellos puedan pasar a bañarse. La falta de agua potable y alcantarillado ha generado brotes de enfermedades que se expanden rápidamente. "Están dando gripas, fiebre y vómitos porque se mojan mucho acá", expresó Ernesto Sitúa, otro de los líderes en el parque.
El lluvioso clima de la capital dificulta su estadía, pues la falta de un lugar cómodo para dormir ha llevado a que los niños duerman sobre el barro. Didier, con sus diminutos “crocs”, opina que acostarse en la tierra le es indiferente, pero que es el frío el que no lo deja dormir. A él no le gusta cuando llueve porque la ropa mojada se le pega al cuerpo y el viento gélido lo hace tiritar. "Hasta el momento, vivir acá es muy difícil. Ayer estuvo lloviendo mucho y los niños mojados tuvieron que dormir en el piso. Se nos moja todo, la ropa, los cambuches y los plásticos se nos van volando", cuenta Ernesto.
La falta de educación preocupa enormemente a la comunidad "Nosotros queremos educación para los niños", agrega. "Por el momento, ya llevan seis meses sin recibir educación. El distrito no ha asumido todavía nada". Aunque los niños prefieren pasar sus días corriendo e ideando nuevos juegos, el hecho de que no estén asistiendo al colegio representa una violación de su derecho fundamental a la educación y un obstáculo significativo para su desarrollo integral. El colegio no sólo proporciona conocimientos académicos, sino que fomenta su desarrollo social, emocional y cognitivo. Al no tener acceso a la educación formal, estos niños se ven privados de aprender habilidades necesarias para su futuro, limitando así sus perspectivas y oportunidades.

Foto: Juan Tomás Olmos
"Poner atención a la situación de los niños es importante porque no pueden crecer sin educación. Ellos tienen sus derechos y, cuando crezcan, la educación es importante para que no tengan que aguantar hambre y, si Dios lo permite, si llega buen estudio y buena experiencia, se podrán beneficiar de eso para asegurar sus vestidos, alimentación, y todas sus necesidades. Para eso estamos aquí".
En esta encrucijada de culturas y lenguas, el desafío se torna doble. Para los niños que no han tenido la oportunidad de ir al colegio, las palabras en español son sonidos extraños que se resbalan entre sus labios mientras luchan por comprender y hacerse entender en una lengua que es ajena a ellos. "Los indígenas pequeños no entienden español. Las mujeres tampoco", explica. "Solamente lo entienden los hombres grandes, como a partir de los diez años". El reto está precisamente en encontrar un equilibrio entre la integración a la sociedad bogotana y la preservación de la herencia cultural de la comunidad Emberá. Mientras la necesidad de dominar el español es cada vez más apremiante, es crucial proteger y valorar la lengua emberá como parte fundamental de su identidad y legado ancestral.
"Toca construir un piso jurídico para solucionar esto"
Ante este problema, el secretario de Gobierno de Bogotá, Gustavo Quintero, dijo que la solución definitiva puede ocurrir únicamente cuando se cree un “piso jurídico que dé competencias a la nación y al Distrito”. Hasta la puesta en escena de aquel mágico recurso, los indígenas tendrán que seguir viviendo en medio del hambre, el frío y la lluvia. Mientras tanto, María Flor, Wilmar, Arcelio, Jhon, Ana, Yuli, y los demás niños asentados en el Parque Nacional seguirán jugando y dejando un rastro de carcajadas, ajenos al país que se olvidó de ellos.



