Vínculos sin raíz

Bibian Marcela Riveros
Universidad Jorge Tadeo Lozano
Hoy estamos más conectados que nunca, pero también más solos. La tecnología nos ha ofrecido una conexión constante, un contacto permanente y la posibilidad de estar presentes en la vida de otros incluso sin vernos, pero ¿a qué costo? ¿Qué tipo de relaciones estamos construyendo cuando todo pasa a través de una pantalla? ¿Por qué lo que mostramos siempre es una versión pulida y escogida cuidadosamente para no mostrar nuestra realidad?
Nos hemos acostumbrado a tener vínculos que duran lo mismo que una historia de Instagram. ¿Qué pasa si algo no me gusta? Lo salto. ¿Si me incomoda? Lo omito. ¿Y si me exige? Lo reemplazo. Esa lógica de inmediatez se ha introducido en nuestra forma de sentir y expresar afecto, lo que me lleva a preguntarme ¿por qué empezamos a medir el valor de un lazo por su capacidad de entretenernos, y no por su profundidad? ¿En qué momento dejamos que un like o un comentario nos afecten tanto? ¿Desde cuándo permitimos que el miedo a perdernos de algo tome control sobre nuestras emociones?
En este sentido, pareciera que queremos afecto, pero sin esfuerzo. Queremos compañía, pero que no toque fibras profundas. ¿Cómo se sostiene una conexión cuando todo tiene que ser inmediato, ligero y sin conflictos? ¿Cómo se cultiva algo real en un ecosistema donde lo incómodo se descarta y lo frágil se esconde?
Y es que el miedo a la profundidad es real. Nos aterra abrir espacios donde el otro pueda ver nuestras heridas. La vulnerabilidad nos asusta y la sola idea de mostrarnos sin barreras nos atormenta. ¿Acaso ser humano es igual a ser débil? ¿Por qué preferimos relaciones donde podemos evitar involucrarnos emocionalmente?
Por otro lado, la ilusión de una conexión constante nos ha hecho creer que estar en contacto es lo mismo que estar cerca. Mandamos mensajes, compartimos memes, reaccionamos a historias, pero ¿cuándo fue la última vez que tuvimos una conversación honesta, sin pantallas de por medio? ¿Cuántos de nosotros resistimos el silencio compartido, la mirada directa, el tiempo sin edición?
A esto se le puede sumar la facilidad de reemplazar. Si alguien se va, si algo no fluye, si aparece la mínima dificultad, pasamos la página. Un clic y volvemos a empezar. Pero, ¿empezamos de verdad? ¿O simplemente repetimos la misma secuencia, con distintas caras, sin cambiar nada en el fondo? ¿Cuánto vale un vínculo si lo sabemos sustituible que es desde el inicio?
Asimismo, el individualismo emocional también nos atraviesa. Todos queremos ser escuchados, comprendidos, validados. Pero ¿estamos dispuestos a hacer lo mismo por los demás? ¿A dejar de hablar de nosotros para preguntar cómo está el otro? ¿Por qué nos cuesta tanto sostener el silencio sin apurarlo, sin interrumpirlo, sin devolver la conversación hacia nuestro propio ser?
Y no hablo desde afuera. Yo también me alejo cuando me siento expuesta. Reviso perfiles buscando respuestas donde no las hay, rastros de atención que me demuestren que sí importo, que soy alguien para los demás. Quiero tener el control, anticiparme, no quedar vulnerable. Me duele no ser elegida, pero también me da miedo que alguien lo haga y me vea de verdad. ¿Qué pasa si no les gusta lo que ven? ¿Cómo se construye un vínculo si todos llevamos ese miedo por dentro?
Siento que nos estamos quedando solos no porque falte gente, sino porque falta presencia. Porque nadie quiere quedarse cuando se vuelve difícil. Porque confundimos amar con consumir, vincularse con entretener, acompañar con interactuar. Tal vez no necesitamos más personas, sino menos, pero más presentes. Tal vez necesitamos menos ruido y más silencio compartido, más escucha sin juicio, más conversaciones profundas.
Hay algo que se ha perdido en el camino. Tal vez sea el tiempo. Tal vez sea la disposición. Tal vez sea el coraje de quedarnos cuando el otro no está bien, de no huir cuando la relación deja de ser cómoda. ¿Qué significa realmente estar con alguien? ¿Qué implica decir “me quedo”, incluso cuando ya no es fácil?
Estamos aprendiendo a vivir solos, incluso rodeados de gente. A sobrevivir afectivamente con vínculos livianos. ¿Es suficiente? ¿Cuánto más podremos sostenernos sin raíces, sin piel, sin presencia?
No todo puede reemplazarse