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Y llegó el circo

Foto: Bob Carey
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María José Aranguren

Universidad del Rosario

El día en que el circo llega, la gente ve desfilar un cortejo de camiones, adornados con carteles de los más vivos colores, que avanza parsimonioso hacia el terreno baldío donde ha de levantarse el centro del espectáculo. Un megáfono anuncia pregonero las más insólitas promesas de un acto capaz de desafiar las fronteras de lo posible, maravillas que parecen destiladas de un sueño, fenómenos que obligan a creer en lo irrealizable, en lo inverosímil, en lo que solo puede existir bajo aquel domo errante.

La temporada comienza cuando la gran carpa emerge como un globo inflándose bajo la fuerza de un aliento invisible. Los mástiles se clavan en la tierra como lanzas de colores, y las banderas, ondeando en lo alto, anuncian al cielo que algo extraordinario está por suceder. El techo de tela se estira con solemnidad hasta volverse catedral. De lejos, se ve inmensa, casi irreal, con sus curvas suaves y simétricas, tan perfectas que cuesta imaginar que todo esté sostenido por cuerdas. De cerca, se escuchan los crujidos del lienzo al tensarse con el viento, como si la estructura se agitara con un pulso secreto, ensayando los latidos de un corazón que cobra vida al caer la noche.

A su alrededor, los operarios se mueven en un vaivén constante, como hormigas trabajadoras. Con la destreza que trae consigo la repetición, arman las graderías, alistan el escenario, levantan estructuras que cuelgan del aire como trampas para la gravedad. Martillan, atan, empujan, miden, estiran, prueban. Todo se ensambla en el lugar exacto. Al interior, la carpa se convierte en un taller de alquimia: hay cuerdas, ruedas, poleas, plataformas que suben y bajan, telas que flotan como banderas. El sonido del metal chocando con la tierra se mezcla con el crujir de la madera, y el aire se llena de polvo y sudor. Las sombras juegan sobre el suelo mientras las estructuras van tomando forma. Poco a poco, el esqueleto del espectáculo va cobrando vida, mientras el silencio se ve interrumpido únicamente por el eco de los martillos y las órdenes del director.

Foto: Matt Beard

La noche se posa sin prisa, como un telón de terciopelo sobre el cielo. Una brisa leve recorre el terreno, y con ella, el perfume dulzón del azúcar se esparce como un hechizo: manzanas caramelizadas, crispetas recién hechas, algodones que se deshacen en la lengua. El aroma lo inunda todo y se cuela en el recuerdo como un susurro. Todo huele a infancia, a feria, a noches anteriores de risas.

Y de pronto, sin aviso, el circo enciende su corazón. Una a una, las luces despiertan. Diminutas, doradas, se enhebran como perlas sobre la costura de la carpa, bordean las ventanas, trepan por los mástiles, cuelgan de los bordes como luciérnagas domesticadas. Todo empieza a brillar. La taquilla, el cartel, los pasillos. El recinto entero parece flotar, suspendido en halos de luz. Resplandece, vivo, erguido como un faro en medio de la oscuridad vasta.

Y es ahí cuando el público llega como arrullo; como procesión. Se forman las inmensas filas. Hay algo de ceremonioso en el modo en que se acercan, como si cruzar la entrada significara dejar atrás lo conocido. Los niños avanzan primero, jalando las manos de quienes los acompañan, con los ojos abiertos como faroles. Algunos apenas alcanzan a ver por encima de la multitud. Otros dan pequeños saltos de emoción. Los asientos aguardan y el escenario reposa. Todavía no hay actos ni aplausos, pero la promesa flota en el aire, densa y luminosa, como un secreto a punto de ser revelado. Todo vibra en ese umbral donde lo real empieza a disolverse y lo irreal se vuelve tangible.

Se apagan las luces…

Pero la oscuridad no es ausencia, sino preludio. Un rumor recorre el ambiente, como si alguien, o algo, se acercara corriendo desde el fondo del universo. El público guarda silencio, y ese silencio, por un instante, lo contiene todo. Los corazones se aceleran. Un temblor invisible recorre las espaldas, un hormigueo asciende por las piernas. Porque lo que está por comenzar es, sin duda, el mejor espectáculo de todos.

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Foto: Kike Para

Primero, el tambor. Luego, una ráfaga de luces. La pista se enciende nuevamente. El animador, con voz de trueno, introduce cada número a manera de prólogo. Aparecen los malabaristas, lanzando esferas que giran como lunas diminutas y regresan a sus manos sin mayor esfuerzo. Una bailarina desciende suspendida de un aro, girando como un trompo levitante. Los payasos irrumpen en escena con una orquesta desafinada y exacta, sacando risas que estallan como pólvora entre acto y acto.

Los trapecistas cruzan la cúpula como si no conocieran el suelo. Saltan. Se sueltan. Se encuentran volando. Uno falla, y el silencio pesa como plomo. Pero la función debe continuar. Lo intenta de nuevo, y esta vez lo logra. El aplauso explota en señal de aliento y fe renovada. Abajo, los contorsionistas se doblan hasta borrarse, como si se transformaran en serpientes. Los equilibristas caminan sobre el vacío, se cruzan en el centro, se saludan como antiguos conocidos, y continúan sin mirar atrás. Luego, la esfera de la muerte encierra a los motociclistas que giran dentro como un huracán enjaulado. El ruido es ensordecedor. El riesgo, total.

La música sube en crescendo, más y más, como si cada nota empujara el espectáculo hacia su cúspide. Todo en la pista vibra. Todo tiembla. Hay vértigo, y también delicadeza. Una coreografía de precisión que se debate entre la maravilla y el riesgo. La belleza aquí no está en el truco, sino en la manera en que burlan la muerte con gracia.

Y entonces, llega el número final. El maestro de ceremonias guarda silencio. El hombre bala se acomoda en el cañón. Cierra los ojos. El disparo lo lanza como una estrella fugaz, y por un instante el mundo desaparece. Cuando cae, lo rodea la compañía entera. Todos vuelven. Todos saludan con sus trajes carnavalescos. Y el maestro de ceremonias da un paso al frente, se lleva la mano al pecho, y pronuncia la frase final: “Damas y caballeros… el circo se despide. Pero el asombro… se queda”. Y lo que sigue no es solo un aplauso. Es un estremecimiento. Una forma de decir que esta noche, lo imposible se hizo realidad.

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Foto: El País

Nadie sabe con certeza cómo llegó el circo a esta parte del mundo. Hay quienes dicen simplemente que fue descubierto una madrugada flotando sobre embarcaciones por el río Magdalena, envuelto en cintas rojas y acompañado de tambores que sonaban solos. Otros aseguran que nació mucho antes, en las danzas rituales de los pueblos antiguos, donde los hombres se elevaban sobre zancos para acercarse a los dioses, y las mujeres giraban como remolinos para invocar la lluvia. Lo cierto es que, desde entonces, el circo ha seguido viajando: cruzó cordilleras, remontó ríos, atravesó pueblos a lomo de mula o colgado de los techos del ferrocarril. Ha sabido llegar sin mapas, como un milagro que aparece donde menos se espera.

Trae consigo fieras de la selva que obedecen dóciles al los gestos del domador, trapecistas que flotan como si su cuerpo contuviera helio, y payasos que, con una lágrima pintada y la nariz roja, consiguen que hasta el más incrédulo sonría. Hay hombres que escupen fuego como si llevaran una llama viva escondida en la garganta. Mujeres que vuelan sin tener alas. Elefantes que caminan en puntillas, como si no pesaran toneladas. Y niños que, al ver por primera vez aquellas maravillas, quedan marcados para siempre por el asombro del momento. Basta un redoble de tambor, y el anuncio de que la función está por empezar, para que el mundo cambie de forma, y todo lo imposible, por un instante, se vuelva realizable. Porque el circo es una grieta dulce en el tejido de los días. Una tregua. Nada en él pide explicaciones. Y, sin embargo, todo lo que ocurre bajo su techo deja una huella.

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Foto: Andrew Kelly (Reuters)

Hubo un tiempo, no tan lejano, en que el país entero se rendía ante esa promesa. En la llamada Época de Oro, los Egred Hermanos levantaban su carpa en las plazas con tal despliegue de magia, que bastaba un perifoneo para que los niños del barrio corrieran gritando que el circo había llegado. Allí estaba la burra Toribia, que sumaba, lloraba y besaba; Miss América, que bailaba en el trapecio como si tuviera el cielo a sus pies; y un cuerpo de ballet que anunciaba con bastones y lentejuelas la bienvenida a lo extraordinario. Pero su verdadera hazaña no estaba solo en los actos: estaba en la capacidad de transformar a quien los veía. Como decían los Egred con certeza: “Pocas cosas quedan en el pensamiento de cuando se es niño: pero el Circo es eterno, no se borra jamás de la mente ni del corazón. Y cuando somos grandes y entramos al Circo, no entra el hombre, no entra la mujer: ¡entra un niño... entra... una niña!”.

Desde hace más de un siglo, muchas familias han hecho del circo su casa y del viaje, su destino. Los Garnica regresaron de México en 1895 no solo con malabares, sino con una nueva forma de entender el cuerpo como instrumento de belleza y proeza. Los Domínguez, acróbatas del aire, convirtieron el vértigo en lenguaje; en una forma de hablar con el movimiento. Y los Forero, los Castro, los Mitrovich, con sus animales amaestrados, sus cuchillos voladores, y su riesgo, hicieron del apellido un honor que no se hereda: se gana con disciplina, con ensayo, con destreza. De esta última familia salió la primera domadora de leones del país, una mujer que enfrentó la fiera no solo con látigo, sino con temple y elegancia. Años más tarde, llegaron los Olascuaga, desplegando carpas por la región Caribe, y con ellas, una nueva generación que heredó no solo el oficio, sino el rito: levantar el domo, encender las luces y pronunciar la frase sagrada que abre las puertas al asombro. En estas casas circenses, el saber no se transmite por palabra, sino por músculo, por mirada, por repetición. Cada generación enseña a la siguiente no solo a volar, sino a no temerle a la caída.

Esa misma estela fue seguida por decenas de compañías que, con la misma devoción, convirtieron cada gira en un acto de entrega. El Circo Royal Dumbar, bajo la dirección de la familia Correa, cruzó el país como una caravana encantada, llevando su magnificencia a plazas y coliseos. El Continental Circus ascendió los Andes con rutinas fuera de este mundo. El Circo Cóndor, fundado por la familia Baena, se expandió por los llanos orientales como una sinfonía de talento. El Circo Andino unió riesgo con tradición; el Nueva Ola Circus, bajo el mando de los Castaño, inyectó energía y ritmo en los pueblos del occidente; y el Circo de los Hermanos Gasca, de raíces mexicanas pero corazón colombiano, sigue iluminando cada noche la memoria de quienes conservan la capacidad de asombro.

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Foto: Anne-Marie Forker

En lugares donde el olvido pesa más que la memoria, el circo llega sin previo aviso, como una fiesta errante que se posa en mitad de calles sin pavimento. Nadie sabe por qué ruta aparece, pero al amanecer ya está ahí, plantado como un espejismo. Se escucha en la distancia el altoparlante repitiendo con voz profética que el espectáculo más grande del mundo ha llegado, y la gente acude, porque necesita creer. En los pueblos sin cine o teatro, el circo irrumpe como una explosión de color. Bastan un escenario improvisado y un payaso dispuesto a hacer el ridículo, porque para quienes habitan los márgenes, el circo es la única risa colectiva.

Es el lugar donde el hombre se atreve a volar, a desafiar lo imposible. En su arena, lo salvaje y lo fantástico se hacen cotidianos, y el sueño se convierte en realidad. Es el recordatorio de que todo está al alcance de las manos; solo hace falta dar el salto. Allí, donde la lógica se quiebra, se descubre que la magia no es un truco, sino una forma de vivir: con los ojos abiertos, libres, dispuestos a desafiar los límites del mundo que conocemos. En esos rincones donde ya nadie promete nada, el circo sigue prometiendo asombro. Y aunque su presencia se vea ignorada, su tenacidad sigue siendo su mayor truco: sigue existiendo, nómada y eterno, desafiando la lógica como si fuera otra cuerda floja.

ISSN: 3028-385X

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