
Juan David Sánchez
Si algo puede considerarse una marcada constante dentro del desarrollo político de nuestra región es el fenómeno del caudillismo. Quien sabe si por la narración de las gestas independentistas, pero es que estamos configurados culturalmente a reunirnos alrededor de grandes personalidades, aquellas que den la confianza de tener la suficiente aptitud como para liderar los destinos del país. Es de mi parecer que los nombres superan a los partidos en la historia política de Colombia.
Inicialmente, el caudillismo respondía como categoría con la cual nombrar al militar que ha ocupado una posición de jefatura dentro del Estado, una ocurrencia relativamente frecuente especialmente en el siglo XIX, temprano momento en que las repúblicas iberoamericanas se encontraban en formación. Posteriormente, con la llegada del siglo XX, se ha tomado este concepto para usarlo como insignia con la cual asignar a ciertas personalidades políticas que, sea con su carisma, su oratoria o sus virtudes, ha logrado granjearse una relevancia sorprendente en los asuntos nacionales al abanderar corrientes ideológicas que esperan ser el antídoto a la mar de problemas que enfrenta el país. Es en esto último donde quiero dedicar mi enfoque.
Tanto el caudillo histórico como el político cuentan con una misma característica: amasar el apoyo popular, poner al pueblo detrás suyo. Y la población los recibe entre aplausos la mayoría de las veces; les endulzan el oído, como gustamos decir. En nuestra sociedad parece que a la expectativa de la persona, de esa figura que ponga punto y aparte a lo que nos aqueja, pueda constituirse en el salvador que esperábamos. Es así como les dejamos servido en bandeja de plata a estas personas la posibilidad de intentar encarnar ese ideal.
Y la forma de gobierno facilita inmensamente que se mantenga esta mentalidad. El presidencialismo latinoamericano, con su fortalecido ejecutivo, ha dejado amplio espacio para el desarrollo de figuras políticas que gozan de un amplio poder simbólico. Es una retroalimentación entre el caudillismo del líder político emblemático y el personalismo del jefe de Estado que goza de amplios poderes en nuestras repúblicas.
Evaluando su viabilidad, el caudillismo trae diversos riesgos que solo intentan ser compensados por una buena cualidad: que encontremos un buen líder que represente y solucione. Sin embargo, esta idealización en sí es un cáliz envenenado puesto que nada exime que nos convenzamos de que hemos dado con dicha figura y que hay que seguirla sin cuestionarla, un grave peligro por sí solo. Puede haber, supongamos, la salvedad de que hemos dado con un buen líder, pero además de que dicha afirmación es una cuestión contextual completamente subjetiva, es un lanzamiento de dados que lleva las de perder desde un principio.
En nuestro país, ya con apenas sugerirlo, nos vienen a la cabeza nombres de figuras políticas representativas de una época. Algunas asesinadas antes de materializar sus promesas, otras con un marcado legado de polarización que ahora más que nunca divide a la sociedad colombiana. Las figuras políticas se erigen como estandartes con los cuales se acusan los unos a los otros, se busca un ideal de país distinto y, lastimosamente, en muchos casos se crea una lealtad ciega, no fundada en la dialéctica sino en el mero nombre. La responsabilidad de caer en dicha trampa no ha sido únicamente de quién la tendió, sino especialmente de nosotros, que nos dejamos arrastrar a ella.
Dentro de todo, al menos nos vale una examinación interna. Tenemos la fácil tentación de reflexionar sobre el panorama político que vive el país en la actualidad y acusar a los demás de ciegos y sordos, sin detenernos un momento en verificar nuestras propias convicciones. A modo de iluminados, nos olvidamos de lo fácil que es caer en el control de la intuición política, de votar porque este me causa mejor sensación o porque sencillamente me dijo justo lo que quería escuchar. Sin importar ideologías, seamos más atentos a lo que nos dicen. Como bien se sabe, una cosa es prometer y otra cumplir; un abismo separa la una de la otra.



