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Cristian Gasca

En Bogotá hemos aceptado con indiferencia la costumbre de recibir alertas medioambientales en cada momento de nuestra occidentalizada cotidianidad. Anuncios en periódicos, radio y televisión bombardean nuestros espacios de entretenimiento con mensajes tan singulares como irrisorios: “el Fenómeno del Niño azota el país”, “gota a gota el agua se agota”, “cuida el planeta, no tenemos otro”. No es que algunos de esos contenidos no resulten impactantes y reflexivos, porque sí. Se trata de que su duración no suele superar los veinte segundos y, para colmo, el agua sigue allí, vuelve a caer de la llave cuando vamos al baño. El problema es de otros, no nuestro. La burbuja. 

Una dosis de realidad era necesaria. El pasado 11 de abril, a raíz de los bajos niveles de los embalses que surten a la capital, se inició el racionamiento de agua anunciado por el alcalde Carlos Fernando Galán y la gerente de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá (EAAB), Natasha Avendaño. La medida fue recibida con sorpresa por gran parte de la ciudadanía; en cierto modo, porque muchos creyeron que se trataba de un hecho sin antecedentes similares en la ciudad, pero más aún porque, por primera vez en bastante tiempo, nos tocaban el agua indefinidamente. Ya no se le terminaba al niño desamparado del anuncio de UNICEF, ahora nos ocurría a nosotros en nuestros propios hogares. 

Es un hecho que Bogotá no está acostumbrada a que le falte nada de lo que la caracteriza como centro político, social, cultural y económico del país. Claramente no hablamos de una metrópoli del talante de Nueva York o París, pero el reconocimiento está ahí. La vida citadina es privilegiada si se le compara con la de otros lugares del territorio nacional. De alguna forma, eso nos ha hecho peores. Más allá de las evidentes consecuencias de la estratificación y la desigualdad presentes en la ciudad, el acceso al agua potable siempre fue una constante para sus habitantes. Lo impactante ahora es justamente eso, que la escasez natural no distingue entre estratos ni clases. Nuestros sistemas políticos, en cambio, sí lo hacen: desfavorecen y discriminan selectivamente a los ciudadanos. La naturaleza, al menos, es más justa que nosotros. 

Por eso es que, paradójicamente, necesitamos del desabastecimiento. Jamás vamos a poner en práctica el apropiado ahorro y cuidado del agua si no vivimos en carne propia las consecuencias de no hacerlo. Los números hablan por sí solos: el pasado 28 de abril, el alcalde Galán compartió el reporte diario que situaba en 15,51 metros cúbicos el consumo de agua de aquel domingo, una de las cifras más bajas registradas desde el inicio del racionamiento. Lidiar de primera mano con la falta de agua por apenas veinticuatro horas, que es la duración de cada turno, fue más efectivo que escuchar incesantes advertencias durante años. Hubo limitaciones, pero nadie sufrió reprimendas graves por emplear menos cantidades que de costumbre. Nos lo merecíamos. La experiencia nos hizo entrar en razón. 

Es por eso que no importa qué tan profundos sean los mensajes de advertencia o cuán conmovedoras y explícitas se presenten las imágenes que recibimos en los medios. Todas aquellas experiencias serán superadas por la que presenciemos nosotros mismos cuando, satisfechos, veamos cómo fluye nuestro preciado líquido de la llave del lavamanos cada vez que así lo deseemos. Por ahora no será así. Desde el Acueducto advirtieron que el racionamiento no se levantará hasta nuevo aviso. Incluso, es probable que se vuelva costumbre anual durante el más crítico periodo del Fenómeno del Niño. Si esto nos sigue ayudando a cuidar el agua, esperemos que así sea. Pero esperemos más cosas. Esperemos que la experiencia nos sea útil para cambiar nuestras conductas de derroche. Esperemos que el agua ya no esté ahí cuando la queramos, sino cuando la necesitemos.

ISSN: 3028-385X

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