
Santiago Orozco
Universidad de los Andes
En numerosas universidades a lo largo y ancho del mundo, miles de estudiantes se han congregado para alzar su voz en contra del exterminio del pueblo palestino. Sin más armas que proclamas cantadas al unísono, han resistido de forma heróica la arremetida de los cuerpos policiales. Muchos directivos de aquellas universidades han amenazado con expulsar a cualquiera que persista en manifestarse. Los estudiantes, sin embargo, no ceden. Se mantienen firmes en su causa, al igual que hace cincuenta años no cedieron en las protestas por la Guerra de Vietnam. Saben que si ellos no ponen el grito en el cielo, nadie más lo hará. El mundo pasaría indiferente al espectáculo de barbarie que está sucediendo en el Medio Oriente. Los estudiantes son la brújula moral que guía a sus sociedades; son aquellos que, en medio de un entorno cada vez más violento y destructivo, conservan “la leche de la ternura humana”, en palabras de Shakespeare.
Luego de un siglo en el que la muerte fuera ama y señora del planeta, en el que los fuegos del infierno cobijaron cada rincón del orbe, se creía que la humanidad iba a progresar hacia un estado utópico de permanente paz. El sinfín de organismos internacionales, abanderados en torno a las Naciones Unidas, prometían que los conflictos entre países iban a resolverse por medio de la diplomacia. Se pensaba que las balas y las bombas iban a quedar en el pasado, enterradas bajo los escombros de comunidades enteras arrasadas por la guerra, y se abriría paso a un cúmulo de cosas antes desconocidas, como la empatía, el amor y la fraternidad entre seres de una misma especie. Hoy, en el 2024, ese sueño parece cada día más lejano. A diario mueren cientos de civiles inocentes en las ciudades de Ucrania, en los campos de Gaza, en los poblados de Sudán y en cantidades alarmantes de territorios, en donde la furia se impone a la razón.
La sofisticación tecnológica, el acceso al conocimiento universal, la invención de maravillosas creaciones y el descubrimiento de hallazgos asombrosos, en vez de unir a la humanidad, la ha distanciado. Y no era para menos, pues todo ese derroche de genialidad ha ido a parar en gran medida al perfeccionamiento de las armas asesinas. Según datos publicados por el Instituto Internacional de Estocolmo, el gasto militar global experimentó el año pasado la subida más pronunciada en dos décadas. Hoy más que nunca, la frase del escritor francés Jean Rostand, de que “la ciencia ha hecho de nosotros dioses antes de que fuéramos dignos de ser humanos”, cobra especial relevancia.
Sin caer en un exceso de simplificación, puede afirmarse que todas las guerras en la actualidad, por no decir que todas en la historia reciente, se han fundamentado en el odio y la venganza. Por muy prácticas y justas razones que hayan defendido sus principales promotores, todas han buscado la aniquilación física del que piensa diferente, del que no comulga con los mismos principios, del que lleva tras de sí una historia y cultura diversas. La solución no radica en suprimir los conflictos, como muchos líderes pregonan, sino en crear un mundo en el que, de acuerdo a Estanislao Zuleta, “la oposición al otro no conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo”.
Un mundo en el que el valor de la vida humana tenga más peso que el más justo reclamo. En el que sea un derecho sagrado el morir de viejos y que la existencia no se vea interrumpida por una bala. En el que las personas, independientemente de su color de piel, de sus creencias y de su pasado, sean tratadas con dignidad. Hasta entonces, los estudiantes seguirán protestando cada vez que sea necesario. Y ni los policías, ni las amenazas, ni las presiones políticas, los amedrentaran en su búsqueda de la unión universal. Puede que en un futuro, en el que las personas sean dignas de ser humanos, pueda decirse de los hombres de ahora, como lo pronosticó Goethe: “eran unos bárbaros, pero de eso hace ya mucho tiempo”.



