Más allá del antropocentrismo

Nicolás Eduardo Lugo
Actualmente enfrentamos una crisis ambiental sin precedentes que nos obliga a cuestionar nuestras formas de entender el mundo. El paradigma antropocéntrico, esa idea de que el ser humano es el centro y la medida de todas las cosas, ha demostrado tener serias limitaciones tanto éticas como prácticas. Durante demasiado tiempo hemos tratado a los ecosistemas, a los animales y a los recursos naturales como meros objetos destinados a satisfacer nuestras necesidades. Pero, ¿y si replanteáramos esta relación? ¿Y si empezáramos a reconocer el valor intrínseco de lo no humano?
El ecocentrismo desafía la visión antropocéntrica al cuestionar la idea de que los humanos están por encima del resto del planeta. Esta corriente propone un enfoque radicalmente distinto, donde toda forma de vida y los elementos del entorno tienen un valor inherente, independiente de su utilidad para las personas. Al reconocer que la naturaleza, los animales e incluso las nuevas formas de vida, como las creadas por la tecnología, pueden ser titulares de derechos, el ecocentrismo amplía los horizontes del derecho. Así, surge el concepto de derechos de quinta generación que invita a pensar el derecho más allá de los límites tradicionales, reconociendo a todo lo que habita en el planeta como parte fundamental de un sistema interconectado.
Un ejemplo relevante de estos cambios es el caso del Río Atrato en Colombia. En 2016, mediante la Sentencia T-622, la Corte Constitucional reconoció al río y su cuenca como sujetos de derechos. Esta decisión impuso al Estado y a las comunidades locales la obligación de proteger, conservar y restaurar este ecosistema que se había visto gravemente afectado por actividades humanas como la minería ilegal. Al reconocer al río como una entidad con derechos propios, el fallo no solo marcó un hito jurídico, sino que también redefinió nuestra relación con la naturaleza al verla como un fin en sí misma y no como un medio para satisfacer nuestras necesidades.
Otro caso relevante es el del Oso Chucho, que abrió el debate sobre los derechos de los animales en Colombia. En 2017, con un hábeas corpus, se buscó trasladarlo de un zoológico a un santuario más adecuado para su bienestar. Aunque la Corte Suprema negó el recurso argumentando que el hábeas corpus protege únicamente a los humanos, finalmente reconoció a los animales como seres sintientes, lo que reforzó su protección contra el sufrimiento injustificado. Este reconocimiento es complementado en la Ley 1774 de 2016, que establece que los animales no son cosas, sino seres vivos con valor intrínseco. Sin embargo, en este campo persiste una contradicción al seguir clasificándolos como bienes semovientes en el Código Civil.
En el ámbito internacional, ejemplos como los de Sandra y Cecilia, grandes simias reconocidas como sujetos de derechos no humanos en Argentina y trasladadas a santuarios, reconociendo la categoría de “persona no humana”, destacan cómo el derecho puede evolucionar para garantizar no solo el bienestar animal, sino su dignidad como titulares de derechos. Estos avances representan un giro hacia una forma de justicia más inclusiva y equitativa donde la naturaleza y los animales dejan de ser tratados como simples recursos y comienzan a ser valorados como sujetos con derechos propios.
El reconocimiento de los derechos de lo no humano no debe limitarse a los animales y los ecosistemas. A medida que las inteligencias artificiales alcanzan mayores niveles de autonomía surge un interrogante ético: ¿podrían estas entidades ser consideradas merecedoras de derechos? Si bien esta discusión es incipiente, plantea un desafío similar: trascender el antropocentrismo para reconocer formas de existencia cuya importancia no depende de su utilidad para los humanos, pero, como dije, es muy pronto para entrar en esta discusión.
Incorporar los derechos de lo no humano no es solo un acto de justicia, sino una necesidad urgente para enfrentar los límites ecológicos del planeta. Al reconocer el valor intrínseco de todas las formas de vida y del entorno natural adoptamos una idea ecocéntrica que nos invita a vivir en armonía con el mundo que compartimos.
Dejar atrás el antropocentrismo no significa restar importancia a lo humano, sino expandir nuestra empatía y responsabilidad hacia un futuro más justo para todos. Los derechos de quinta generación nos ofrecen una oportunidad única para replantear nuestra relación con la naturaleza y con otras formas de vida. Construir una justicia en su sentido amplio requiere entender que la dignidad y el respeto no son privilegios exclusivos de la humanidad, sino principios que deberían extenderse a toda forma de existencia.
Es momento de adoptar esta nueva forma de entender la justicia, una que reconozca que toda vida en la Tierra está intrínsecamente conectada. Este cambio no es solo deseable, sino necesario. La verdadera pregunta no es si estamos listos para hacerlo, sino si podemos seguir dándonos el lujo de mirar hacia otro lado.