top of page

Ni boinas verdes ni cascos azules: cuando falla el sistema, navega la sociedad civil

Foto: HASAN MRAD (DPA/ EUROPA PRESS)
FOTO NICOLAS LUGO OP2_edited.jpg

Nicolás Eduardo Lugo

Parten sin escoltas ni insignias oficiales. No son buques de guerra ni misiones de paz. Van sin boinas verdes ni cascos azules. Son embarcaciones civiles tripuladas por activistas, personal médico, periodistas, juristas, marineros; gente de distintos países y oficios que se organiza para abrir por mar lo que la política cierra por tierra, un pasillo para que entren medicinas, agua y alimentos a una población cercada. La flotilla tiene un nombre que condensa su ética: Global Sumud. Sumud es una palabra árabe que significa “firmeza” o “perseverancia firme”, y que, en el contexto palestino, nombra un valor cultural y una estrategia de resistencia no violenta: permanecer arraigados, sostener la vida, mantener identidad y dignidad pese a la opresión. Aun tras hostigamientos y sabotajes, la respuesta no ha sido retirarse, sino reforzar protocolos y pedir algo elemental: mirada pública, garantías y paso seguro para una acción humanitaria.

Este viaje no es turismo ideológico. Es un acto de auxilio en medio de una realidad degradada hasta lo indecible. Las evaluaciones internacionales ya hablan de hambruna en Gaza: hospitales sin electricidad, cirugías a la luz de teléfonos, niños con desnutrición aguda, agua potable convertida en lujo. El hambre no es una calamidad natural: es una decisión política cuando se impide de forma sistemática el acceso a alimentos, combustible y medicinas, y cuando se bloquea de hecho el flujo regular de ayuda. A los bombardeos —incesantes, indiscriminados en demasiadas ocasiones— se suma la asfixia cotidiana de quien no puede conseguir pan, antibióticos ni diálisis. Ese doble filo —fuego y hambre— no solo destruye cuerpos: busca triturar la dignidad.

Digámoslo sin rodeos: lo que Israel está haciendo en Gaza es un genocidio. No es una consigna, es una calificación jurídica que describe la destrucción sistemática de la vida de un grupo —no solo con bombas, también con el desmantelamiento deliberado de sus condiciones de existencia y la obstrucción de la ayuda que podría salvarlo—. Usar el hambre como método de guerra es un crimen de guerra. La devastación de infraestructura civil y la imposición de condiciones de vida incompatibles con la supervivencia son crímenes de lesa humanidad. Y cuando ese patrón se dirige contra un grupo con intención de destruirlo, total o parcialmente, estamos ante un genocidio. No es un insulto: es el nombre exacto de un crimen que el derecho internacional se comprometió a prevenir y a castigar.

Aquí el derecho internacional no es un adorno: es el idioma mínimo de la protección. El derecho internacional humanitario prohíbe el castigo colectivo, exige proteger a la población civil y obliga a permitir y facilitar el paso rápido y sin trabas de socorros humanitarios imparciales. Ningún “bloqueo” es un cheque en blanco. Incluso los manuales técnico-operativos más citados señalan límites nítidos: un bloqueo no puede tener por objeto el hambre de civiles ni impedir la entrada de ayuda esencial; el control de cargas no puede convertirse en excusa para negarlas. En 2024, la Corte Internacional de Justicia dictó medidas cautelares que ordenan facilitar asistencia y proteger a la población palestina; subrayó, además, que operaciones militares que comprometen de raíz esas garantías deben detenerse. No es un apunte académico: son órdenes jurídicas vigentes. Cuando se incumplen y la obstrucción se vuelve práctica sistemática, hablamos de responsabilidad internacional y de crímenes perseguibles.

Frente a ese mapa, ¿qué ha hecho el sistema montado tras 1945 para evitar los horrores del siglo XX? Patina donde más se le necesita. El Consejo de Seguridad queda paralizado por el veto; la diplomacia calcula; las agencias humanitarias se atascan entre permisos, listas y “coordinaciones” que no llegan. Se anunciaron “mecanismos” para coordinar la ayuda, corredores “seguros”, un muelle provisional que funcionó a trompicones; nada de eso compensa la magnitud de la devastación ni la persistencia del bloqueo. A día de hoy, las cifras del hambre crecen más rápido que los camiones y barcos que logran entrar. Y mientras el andamiaje institucional titubea, la sociedad civil se sube a un barco.

No romantizo el riesgo. Desde 2010 —cuando el asalto al Mavi Marmara dejó activistas muertos— cada intento de llevar ayuda por mar a Gaza ha enfrentado interdicciones, abordajes y violencia. La posibilidad de que vuelva a suceder es alta. Por eso este esfuerzo exige tres cosas inmediatas. Primero, protección consular efectiva para quienes navegan con banderas de nuestros países, y observación independiente que documente cada interacción en alta mar. Segundo, un mensaje público nítido por parte de organismos internacionales y gobiernos: impedir por la fuerza el paso de socorro imparcial a civiles desarmados viola el derecho. Tercero, no criminalizar la solidaridad: equiparar activistas y personal humanitario con “terroristas” es un atajo retórico para legitimar la violencia y un retroceso jurídico de décadas.

Aquí es donde el derecho internacional encuentra su límite y su obligación. Límite, porque las normas sin cumplimiento no detienen un bulldozer ni abren un paso fronterizo. Obligación, porque nombrar con precisión lo que las normas exigen es parte del camino para exigir responsabilidades. El diseño contemporáneo del sistema —veto en el Consejo de Seguridad, fragmentación jurisdiccional, lentitud estructural de los tribunales, ausencia de mecanismos eficaces de ejecución— produce parálisis en tiempo real y, en el mejor de los casos, justicia diferida. Esa arquitectura no está a la altura de proteger a poblaciones sitiadas hoy. Y, sin embargo, es el idioma que nos permite trazar líneas rojas, registrar violaciones y perseguir la rendición de cuentas.

Por eso esta flotilla importa más allá del tonelaje que transporte. Expone la brecha entre lo que se proclama en cumbres, resoluciones y tratados internacionales, y lo que efectivamente se hace cuando hay vidas en juego. Es un espejo incómodo: en él se ven, lado a lado, la tenacidad de quienes navegan y la parálisis de quienes deberían garantizar que no hiciera falta navegar. No romantiza el peligro —nadie debería morir por intentar entregar harina o antibióticos—, pero asume que el riesgo mayor es permitir que la hambruna avance hasta volverse paisaje.

¿Qué hacer desde nuestros puertos secos? Vigilar: seguir el trayecto, amplificar comunicaciones oficiales de la flotilla, contrastar datos, documentar cualquier interdicción o abuso. La visibilidad pública protege. Exigir a los gobiernos con nacionales a bordo que garanticen protección consular activa, observación independiente y mensajes preventivos para evitar el uso de fuerza letal contra civiles desarmados en alta mar. Presionar por lo obvio: abrir, de una vez y sin trucos, el acceso sostenido de ayuda a Gaza y levantar los obstáculos arbitrarios que hoy matan.

Ni boinas verdes ni cascos azules. Manos civiles sostienen la cuerda de un salvavidas que las instituciones dejaron caer. Que esta vez no pase de largo. Que nadie pueda decir “no sabíamos”. Y que, cuando estos barcos vuelvan a puerto, el mérito no sea haber desafiado lo imposible, sino haber recordado al mundo lo que el derecho ya ordena y la decencia ya dicta. Porque, si para que entre un antibiótico a Gaza hace falta una flotilla de valientes, el problema no está en el mar: está en nosotros.

ISSN: 3028-385X

Copyright© 2025 VÍA PÚBLICA

  • Instagram
  • Facebook
  • X
bottom of page