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Laura Lucía Andrade

Universidad Nacional

El silencio me habla en medio de mi habitación desnuda; así he querido dejarla, sin vestigios que permitan atestiguar a través de sus paredes que es mía, pues en este momento de mi vida he preferido una mayor contemplación. 

Pero, por supuesto, me he encontrado en otros lugares y las paredes de mi cuarto ayudándome a encontrarme a mí misma; repletas de afiches, dibujos y fotografías, a veces más difíciles de mantener adheridos a las mismas que otra cosa, y entonces los silencios tenían otro peso.

 

Recuerdo mi primer semestre durante la pandemia. El maestro Alex, de la clase “Materia y Procedimientos”, gestionó un permiso para que el último módulo se realizara en el campus. La Ciudad Universitaria, rodeada de pastizales altos y descuidados, con un número considerable de edificios desolados y pintados de blanco, es lo más parecido que he visto en persona a un pueblo fantasma. El silencio casi gritaba un desalojo forzoso.

 

El pensar tales formalidades, como lo es mantener las paredes lo más intactas posibles, me resulta violento, arrasan con la historia de sus habitantes. Pero, sin intentar desconocer las practicidades que también supone repasar de blanco una pared, esta idea revierte mi atención hacia las capas acumuladas bajo esa nueva frontera. Durante estos años he visto como por toda la Avenida Caracas se han venido demoliendo una serie de casas de época por diversos motivos: ampliación de la vía, erradicación de ollas y puntos de criminalidad o desgaste de la estructura. Sus paredes son el mejor ejemplo de tapices, barnizados, estucados, pintura, humedad y grafitis, unos sobre otros, dando cuenta de lo que hicieron sus propietarios y el tiempo con ellas. Estas paredes, hechas hoy escombro, son un hermoso ejemplo de transformación.

 

Al fin y al cabo, las paredes (más aún si son blancas) siempre resultan en una invitación a intervenir. Pero, ¿por qué son blancas? ¿Portan el color de la pureza, la castidad y la inocencia? Idea muy de moda entre diversas creencias, digo, hasta el Papa viste de blanco desde 1566, pues hablando de catolicismo el precedente más cercano a esta tradición lo encuentro en los españoles y en cómo en la región andaluza, principalmente, el encalado de sus fachadas es capaz de reflejar los rayos del sol impidiendo que el calor se acumule en sus muros y también protegió a sus habitantes de enfermedades en épocas de plagas. Se observó que quienes vivían en casas con las paredes cubiertas de cal viva (óxido de calcio disuelto en agua) eran menos propensos a las mismas debido a su alta alcalinidad. Puedo imaginar que estos factores debieron ser clave a la hora de instalar asentamientos de este corte por toda Latinoamérica. Inclusive, Hérnan Cortés, el conquistador, tuvo que escribir sobre sus propias paredes en vista de los mensajes y actitudes de su servidumbre: «Pared blanca, papel de neçios». Y amaneció escrito más adelante: «Y aún de sabios y verdades».

 

Hay silencios que son pausas, como las paredes de mi cuarto en este instante y los hay más férreos como el blanco que se empecina en mantenerse oculto al público. En todo caso no hay absolutos. Y si las paredes pudieran hablar, ¿qué dirían? Darles voz sí es habitar el espacio, desde el presente hacia el futuro. Paredes llenas de silencios, paredes que no quieren borrar el nombre de los hacendados, pero tampoco escribir los nombres de quienes las levantaron. Paredes repletas de capas de historia censurada, de voces que se alzaron constantemente mediante grafismos públicos para incitar a sus coetáneos al cambio, capas que nos trajeron hasta hoy en día e ignoramos por completo. Insisto, hasta cierto punto, que es inevitable la necesidad de restaurar el silencio sobre las paredes, como en el caso de nuestra universidad, para que el movimiento estudiantil tenga más espacio para imprimir las premisas del momento sobre estos lienzos y promover que el silencio no recaiga sobre el estudiantado nunca.

ISSN: 3028-385X

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