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Pedir lo imposible

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Samuel Jaramillo

Universidad de los Andes

«Seamos realistas, pidamos lo imposible» era una de las consignas que se pintaban en las paredes parisinas durante las protestas de Mayo del 68. Esta frase me invita a reflexionar sobre pedir lo imposible, soñar, imaginar, pensar en lo que no es y no podría ser, ¿o sí? Impresionados por los avances de la ciencia y la ingeniería, tal vez hemos sobredimensionado el papel que estas deberían tener en nuestras vidas y le hemos cedido el volante a una tecnocracia miope. Perdidos en el bosque de los números, excitados por el erotismo de la novedad, clavamos la mirada al piso, concentrados en que un pie se ponga delante del otro, de que la marcha no se detenga, de que solo se avance. Pareciera que hemos olvidado hacia dónde ir. ¿Dónde estamos? ¿Hacia dónde vamos? ¿A dónde queremos llegar? Tal vez la ciencia nos conduzca, pero es la imaginación, el sueño y la fantasía lo que nos dirigirá hacia el ideal imposible, hacia la utopía, hacia el mundo en que queremos vivir.

Pedir lo imposible no es ser irrealista, poco práctico, inocente o infantil. Pedir lo imposible es despegar la mirada del suelo, levantar la cabeza, ver el horizonte, apreciarlo en su inconmensurabilidad y, aun así, dirigirse hacia él. El horizonte no va a cambiar, pero nosotros sí.

Notemos que, en gran parte, la sociedad moderna, para bien o para mal, está compuesta de pequeños imposibles. Grandes jaulas de metal que se propulsan con cadáveres de criaturas prehistóricas no cabían en la imaginación de alguien hace trescientos años. No obstante, descubrimiento tras descubrimiento, con el paso del tiempo el automóvil, que se creyó irrealizable, se convirtió en algo cotidiano. O pensemos en muchos otros ejemplos: el avión, secuenciar el genoma humano, mandar mensajes instantáneos o ver una estrella a través de un telescopio, en fin, todo lo anterior era algo impensable hace cientos de años y hoy lo que se nos hace impensable es un presente sin ellos.

Ahora vemos más cercano viajar a otro planeta, encontrar vida allí, así sea ínfima, que aprender a vivir en nuestro planeta, salvar la vida aquí y prevenir una extinción. Pensemos: ¿qué es más cercano? Pareciera que hacemos un esfuerzo inconsciente, pero activo, por, irónicamente, transformar un posible en imposible. Dejamos de imaginar y, al mismo tiempo, imaginamos lo más inverosímil. No en vano hoy en día se lee seguido que es más fácil imaginar el fin de la tierra que el fin del capitalismo. Como si el capitalismo fuera algo fijo, natural, inmóvil y perpetuo, mientras que la Tierra es, al parecer, algo que se construyó con el tiempo, frágil, perecedero, contingente. Irónico, ¿no?

¿Por qué no nos dedicamos un rato a imaginar? Pero no a imaginar viajes a otros planetas, teletransportaciones y otras fantasías fetichistas de la ciencia ficción. Eso, probablemente, sólo nos va a llevar a donde ya estamos: imaginando futuros cada vez más inverosímiles para sostener nuestro presente insostenible. Imaginemos más bien aquellos imposibles más posibles y que, por eso, nos parecen más lejanos aún: pensemos en un mundo sin hambre, sin miseria, sin crisis planetaria. Eso, me gusta creer, nos llevará a un planeta más habitable o, por lo menos, a uno que podamos habitar. Seamos realistas y pidamos esos imposibles.


 

ISSN: 3028-385X

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