
Samuel Jaramillo
Universidad de los Andes
Volvieron las lluvias, ¿y qué? Temo que con el agua, que vuelve a remojar por estos días esta sabana resecada, se vaya también la consciencia de la finitud de este recurso. Esta semana, mientras caminaba por mi barrio el día del racionamiento, seguí el curso del río Vicachá. Mientras bordeaba sus meandros artificiales, pensaba en lo irónico que era no tener agua en mi apartamento cuando al lado mío corrían litros y litros de agua. Claro, el hedor que no demoraron en desprender sus aguas y la basura que se estancaba en cada escalón del contaminado Eje Ambiental rápidamente me disuadieron de su consumo. Las truchas que en algún momento debieron habitar los remolinos del río Vicachá fueron desplazadas por basura, concreto y un Eje Ambiental en el que solo las palomas, y uno que otro roedor, pueden sobrevivir.
Seguí avanzando, esta vez esquivando conos y polisombras —porque el río necesita mantenimiento— mientras me preguntaba por qué nos habíamos alejado tanto del agua. No solo físicamente, pues el agua con la que me bañaba no venía del Vicachá, a escasos cincuenta metros, sino de un embalse a decenas de kilómetros de donde vivo, sino también espiritualmente. Pareciera que el agua, tras recorrer diques y tuberías en su camino a nosotros, perdiera algo más que sedimentos. Pensaba en el alma del río y en dónde estaba el alma del agua que llenaba mi vaso al abrir un grifo. Pensaba en cómo nuestro aclamado progreso convirtió a estos epicentros de vida en cloacas, en basureros, en bulevares de podredumbre. Pareciera que el agua del río Vicachá (o de cualquier río que tengamos cerca) dejó de importarnos cuando dejamos de consumirla, intentamos domar su curso a nuestro placer y la convertimos en un adorno para mirar y no tocar.
El lenguaje con el que se hace referencia al agua tradicionalmente en los medios delata nuestra problemática relación con ella: el agua es un recurso que escasea. Un recurso, sí, es decir, un medio para conseguir algo más. Poco importa por sí misma, o poco importa lo que le pueda servir a otras formas de vida, como si eso, irónicamente, nada tuviera que ver con nosotros. Por eso secamos montañas para abastecer sedientos cultivos de aguacate. Por eso sacrificamos ríos en nombre del fracking para revitalizar la miope industria de las energías fósiles. Por eso importa poco si en el Caribe el petróleo a veces llega a la playa en mareas negras. Por eso subastamos el páramo al mejor postor.
Entiendo que las altas temperaturas y la sequía que azota los embalses se enmarca dentro de una crisis planetaria. El fenómeno del niño no es culpa de un arquitecto que quiso revitalizar un río olvidado, ni de Bogotá, ni de Colombia. No obstante, en estos días en donde la escasez nos permite atisbar pinceladas de distopía, es pertinente cuestionar la relación que hemos construido con el agua y hasta dónde nos ha llevado. ¿Por qué los ríos ya no son sinónimo de limpieza y de vida? ¿Por qué el agua escasea en mi barrio mientras en la esquina fluye un río? ¿Cuándo fue la última vez que pudimos tomar agua directamente del río? ¿Qué pasaría si volviéramos a acercarnos al agua?
Hay días en que, temprano en la mañana antes de que la ciudad excrete sus desechos sobre él, en el río Vicachá corren aguas cristalinas, las palomas retozan en sus aguas y acompañan con su arrullo el fluir de su curso, y alguno que otro habitante del barrio Las Aguas aprovecha la tregua que da el mugre para lavar su ropa en esas aguas efímeras. Si se hace el suficiente silencio, se puede escuchar el susurro del Vicachá, como si sólo el sol que entra oblicuo entre los cerros permitiera vislumbrar su alma, agonizante pero necia, que se niega a morir bajo el concreto y la contaminación. Son esas mañanas las que nos recuerdan que nuestra relación con el agua puede tomar otras formas, como ya lo ha hecho, y cómo deberá hacerlo si queremos perdurar en este hogar que compartimos.